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El imperio playero del Buggy

La costa entre Natal y Pipa se recorre a toda velocidad entre dunas blancas como el talco y extensas playas habitadas por espejismos. Un lugar que hace tres años recibía un gran nivel de inversión, pero que se desaceleró con la crisis de 2008. Y que, gracias a eso, sigue regalando arenas solitarias




NATAL (El Mercurio, de Santiago. GDA).- Paulo Severo pistea por las dunas de Natal como un campeón. Protegiéndose del fulgor de la arena con sus lentes oscuros -esa arena que acá resplandece como la nieve en una alta cumbre- presiona con los pies descalzos el acelerador de su Buggy rojo, sube veloz una empinada montaña de arena y suelta el embrague justo antes de dejarnos caer.
Sólo entonces, bajando en picada por un arenal cuya ladera cae en un ángulo de 50°, uno entiende de verdad la pregunta que le hicieron antes de subir al Buggy y partir a las dunas. Una pregunta clásica de Natal: “Com emoção ou sem emoção?”
Y la emoción acá es similar a la que se siente antes de caer desde la cúspide de una montaña rusa, pero con mejor vista: la del mar celeste a la derecha y una laguna azul a la izquierda, hundida entre sinuosos cerros de arena blanca que allá lejos en el horizonte se fusionan con una línea verde de manglares. Una visión que desaparece fugaz, mientras bajamos veloces y algunos pasajeros ríen, otros gritan y Paulo Severo no suelta ni siquiera un suspiro.
“La imagen de Natal está asociada con los Buggy. Son como las góndolas de Venecia”, dirá más tarde el conductor. Paulo sabe de lo que habla: fue su tío, Roberto Lira, el primer buggero de Natal. Un guía que a principios de la década del 80 decidió usar su viejo Gurgel made in Brasil -el mismo con el cual sorteaba ríos y mareas para ir a las playas lejanas junto con su familia- con los escasos turistas que por entonces visitaban la ciudad. La época en que no existían caminos y Natal, como todas las ciudades del Nordeste, era una de las menos desarrolladas del país. O lo que es casi lo mismo: cuando sus playas estaban entre las más vírgenes y desconocidas de Brasil, y no se anunciaba sobre ellas una explosión inmobiliaria de europeos.
Tres décadas después, a pesar de las carreteras, los resorts construidos -casi todos en Ponta Negra, la playa urbana más famosa y movida de la ciudad- y los que quedaron a medio construir hacia el Norte, son los Buggy la principal forma de recorrer la región. Los protagonistas, junto a las dunas, de la postal clásica de Natal. “Venir a Natal y no subirse a un Buggy es como ir al Vaticano y no ver al Papa”, dice el exagerado orgullo local.

Espejismos entre médanos

Es esa misma postal la que nos trata de vender por 15 reales el tipo que apareció como un espejismo en medio de este pequeño desierto -apuntando con una cámara de fotos instantáneas al Buggy que recorría, de costado y perpendicular al suelo, la ladera de una duna- a la salida de NafNaf, un tenedor libre en la playa de Jacumã cuyas paredes muestran con orgullo fotos de Antonio Banderas y Melanie Griffith. Una pareja que seguramente almorzó aquí no por la calidad gastronómica, sino porque sencillamente es el único restaurante playero en kilómetros.
Otro espejismo de Natal. Tanto como el resort que la pareja hollywoodense llegó a promocionar en 2007, cuando Natal vivía una lluvia de millones de euros que buscaban aprovechar sus playas y posición estratégica (el punto más cercano entre América y Europa). Pero llegó la crisis y el resort en Jacumã nunca se construyó.
Así, buena parte de la línea costera al norte de la ciudad se convirtió en lo que es hoy: un lugar repleto de construcciones en estado intermedio. Una imagen de edificios a medio construir, a medio destruir, que junto a las playas interminables, desiertas, inmutables, y las dunas que parecen salidas de Medio Oriente (buena parte de El Clon, teleserie brasileña ambientada en Marruecos, se filmó acá), agregan un nuevo elemento onírico a un viaje que resultaría absolutamente hipnótico si no fuera por esos lugares que parecen espejismos materializándose entre las dunas.
Paradas turísticas que aumentan la sensación surrealista del entorno: un grupo de dromedarios que espera a que algún turista decida pasear sobre ellos. Una piscina artificial a los pies de una enorme ladera de arena, donde tirarse sentado en una madera resulta tan divertido como ver a los que fallan. Una tirolesa enorme que cae a un lago en medio de las dunas, donde los carritos que suben de nuevo a los mojados turistas es tirado por un Buggy sin carrocería. Un grupo de mesas y sillas que está adentro -sí, adentro- de la laguna de Pitanguí, donde la cerveza se bebe con el agua hasta la cadera mientras el sol se sumerge entre la vegetación.

Camino a Pipa

Más allá de las paradas, y las exageradas e innecesarias comparaciones locales, el trance que provoca recorrer las dunas de Natal en un Buggy califica sin duda dentro del ranking de cosas que hacer antes de morir. Un paseo imprescindible, previo a entrar a las grandes playas que le han dado fama a la región. Esas que pagan el viaje. Y para descubrirlas hay que partir al Sur. En Buggy, por supuesto.
Llegar de noche a Pipa es, otra vez, entrar a un ensueño. Ver aparecer las luces tenues que iluminan sus sofisticados restaurantes de diseño europeo y tiendas que cubren casi toda su calle principal recuerdan el efecto de encontrarse con una nube de luciérnagas en medio de la selva. Luces amarillas, naranjas, verdes y rojas que parecen flotar en la noche, cubriendo este pueblo costero a 85 kilómetros de Natal -el más famoso y con onda de toda la región- con una atmósfera chic y mediterránea.
Es tan bello, tan repleto de bares con personalidad propia y tan diversa su oferta gastronómica -tapas, pasta, comida bahiana, mediterránea y fusión- que dan ganas de probarlo todo. Pero después de comer en uno, dos, tres restaurantes ganadores del Festival Gastronómico local, platos que alegran la vista, decepcionan y saquean el bolsillo recordé el consejo que un amigo me dio antes de visitar Natal: “Debes probar la tapioca de queso coalho con coco. Es mejor que un lomito de la Fuente Alemana”, aseguró, ante la incredulidad de los comensales que en ese momento lo acusamos de hereje.
Así que acá estoy, en el nordeste brasileño, buscando la preparación más típica de la región. Una especie de taco blanco, brillante como las arenas de estas playas, hecho con harina de tapioca. Pero luego de recorrer su adoquinada vía principal y los rincones que se esconden en las empinadas calles de Pipa, luego de ver tiendas hermosas y gente vestida con trajes de noche versión playera, bebiendo en copas de Martini, me entero de que después del desembarco de italianos, españoles, portugueses, paulistas y cariocas, en esta ex villa de pescadores descubierta por surfistas, las tapioquerías fueron reemplazadas por creperías.
Pero a pesar de los aires europeos, Pipa sigue siendo Brasil. Y lo es gracias a la caipirinha, la fiesta y la banda de samba local. Una trilogía que no falla y que esta noche prende fuego a los europeos que se instalan en el bar Oz hasta que amanece. Entonces uno recuerda por qué realmente está acá.
Lo mejor que se puede hacer al llegar a Pipa es subirse a un Buggy para recorrer en un día completo la enorme costa que separa al pueblito de Tibau do Sul con la laguna de Araraquara -más conocida como laguna Coca Cola por su color oscuro que contrasta con la reserva de Mata Atlántica que la rodea- y así poder escoger las playas perfectas según el propio gusto. Esas que uno recorrerá, por fin a pie, durante los días siguientes.

Playa tras playa

Este circuito costero es toda una experiencia: permite vivir durante un día el efecto sedante de ver playa tras playa tras playa, mientras el sol, el viento, la brisa y la espuma acarician la piel a la velocidad de un Buggy que cruza ríos y esquiva olas, como si todo esto no fuese más que un gran spa al aire libre. Para lograrlo sólo debe aprender a controlar el deseo de darse un chapuzón cada cinco minutos y acostumbrarse a ver pasar espejismos tras espejismos durante el recorrido. Imágenes que, como ensoñaciones, interrumpen playas enormes donde no hay nada ni nadie: una hermosa mujer que aparece caminando de pronto en medio de una playa lejana y sin nombre. Parejas de enamorados que se bañan a los pies de un faro en desuso, casi al llegar a la reserva Mata de Estrela. Pasar por un extraño cementerio de tortugas creado por un fanático de esos animales en medio de la nada.
Encontrar dos niños que viajan en burro a vender sus artesanías por la playa vacía de Sibaúma, un ex quilombo, una villa creada por esclavos que naufragaron hace siglos en estas costas, ahora residencia de varios de los europeos con negocios en Pipa. Ver el cielo cubierto de coloridos paracaídas en la playa de Barra do Cunhaú, amantes del kitesurf que llegan hasta acá buscando los vientos.
Cruzar el pueblo del mismo nombre -el mayor productor de camarones de Brasil- y toparse con un árbol multicolor que parece salido de un dibujo infantil, porque su tronco está cubierto con coloridas tapitas de bebida. Ver a los pescadores de Baía Formosa transar un pescado fresquísimo, en un pueblo que es también un viaje en el tiempo; uno que permite asomarse al pasado de Pipa, antes que los surfistas lo popularizaran en el mundo. Seguir y seguir hasta regresar a Pipa con el sol bajando por el horizonte, mientras el Buggy esquiva la espuma de las olas o cruza haciendas de cocos en los tramos en que la marea cortó la costa. Traer como único tesoro un ranking personal de playas, sabiendo exactamente cuáles son las que uno volvería a visitar una y otra vez. Esas donde uno construiría una casa para pasar su vejez.

Por fin la tapioca

Al día siguiente de ese viaje veloz, con los pies enterrados en la arena de la playa do Madeiro, pienso que los Buggy tienen su magia, pero que las playas de Brasil se disfrutan mejor como una caipirinha: a pausados sorbos. Le doy vueltas a la idea mientras miro a niños y jóvenes tomar clases de surf en esta enorme ensenada protegida por un farellón rojo coronado por la selva. Un lugar que, aún nublado, se ve precioso.
Pensé en eso antes, escapando de una lluvia cálida que me sorprendió, obligándome a correr durante diez minutos por Cacimbinhas para encontrar refugio en un bar tan grande y tan vacío como estaba esa playa. Y lo volví a pensar cuando el sol brillaba, flotando de espaldas en una taza de leche, rodeado de los delfines salvajes que le dan el nombre a la pequeña Baia dos Golfinhos. La playa donde me quedé en pausa, pegado, zen, hasta comprar un jugo de mango a una vendedora que apareció caminando desde Pipa y me preguntó por mi playa preferida. “Esta”, le respondo, rodeado de un puñado de gente que miraba asomarse los lomos de los delfines. “La mía también”, me respondió. “Los delfines siempre saben”, agregó antes de que siguiéramos caminos contrarios.
Más tarde, luego de media hora de caminar descalzo (y hallar al fin la única tapioquería de Pipa: Pernambucalha, en la rua da Gameleira 17) llegué a la playa principal del pueblo, para encontrarla cubierta con cientos de mesas plásticas y quitasoles puestos casi encima de la línea de la marea, como les gusta a los brasileños.
Los mismos que estaban en el lugar pidiendo churrascos, camarón, feijoada, cervezas y farofa. Una postal que descubrió el verdadero rostro de Pipa.
Uno que ya extrañaba: más allá de su maquillaje de restaurantes pretenciosos y tiendas design, aquí sigue latiendo el sencillo y maravilloso Brasil.
Marcelo Ibáñez Campos

DATOS UTILES

Cómo llegar

Tam tiene vuelos diarios, desde 765 dólares. Detalles en www.tamairlines.com

Gastronomía

En Pipa hay muchos restaurantes cuya decoración y precios superan su calidad. Por eso, cuatro datos: la comida bahiana en Panela de Barro (Rua do Cruzeiro 52), los helados de Preciosa (Av. Baía dos Golfinhos 1074) y el “escondidinho de camarao” de Trattoria da Francesco (Av Baía dos Golfinhos 811). Si desea una verdadera experiencia de alta cocina vaya a Tibau do Sul y visite el precioso Camamo, que sólo recibe a ocho personas por noche. Reservas por el (55-84) 3246 4195.

Dónde dormir

Más cerca de Tibau do Sul que de Pipa está Ponta do Madeiro, la mejor pousada en relación precio-calidad de la zona (habitaciones entre 210 y 369 dólares). Lo mejor: acceso directo a una de las playas más bellas, solitarias y largas de la zona.

Buggy

Alquilar un Buggy para cuatro personas para recorrer las dunas de Natal, o la costa que separa a Tibau do Sul con la laguna de Araraquara, cuesta 241 dólares. Ambos paseos toman un día completo.

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por Redacción OHLALÁ!

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