
De: Juana Libedinsky
Para: turismo@lanacion.com.ar
Asunto: sumando millas... a pie
Para: turismo@lanacion.com.ar
Asunto: sumando millas... a pie
Como últimamente me la paso disculpándome por llegar tarde después de cada viaje, escribo esto para aclarar una cosa: no es mi culpa, sino la del aeropuerto más lindo del mundo.
Obviamente, se trata de la nueva terminal de Barajas, diseñada por la superestrella de la arquitectura británica Richard Rogers. Como tantas otras víctimas, con los ojos cerrados puedo describirles cada uno de sus esplendorosos rincones, porque desde su inauguración prácticamente nunca tomé un avión sin retraso.
Pero tampoco es que a la vuelta haya podido irme rápido. La larga espera por las valijas (a veces mayor que la duración del vuelo europeo del que bajamos) es porque hay demasiada distancia entre la terminal satélite donde se baja del avión y la principal donde se recoge el equipaje, y porque el personal "todavía le está tomando la mano", según se explica a los pasajeros furibundos.
Pero si hay que esperar en un aeropuerto, jamás hubo uno mejor. Con su techo ondulante sostenido por una gigantesca estructura en forma de V y atravesado por paneles vidriados que siempre permiten ver qué está pasando del otro lado, da una sensación de ligereza tal que es increíble que Barajas hoy sea uno de los aeropuertos más grandes de Europa.
Rogers consideró a la luz natural como un componente estructural más. A diferencia de lo que ocurre en la mayor parte de los aeropuertos, se cuela a través del curtain wall que cubre el edificio para llegar, incluso, a mi amigo el cuarto subsuelo, donde se recogen las valijas. Una serie de delicadas vigas recorre el aeropuerto de punta a punta, pintadas en un dégradé que va del azul profundo en el extremo norte a un colorado shocking en el extremo sur. Así, si uno se distrae comprando cava y figuritas de mazapán en las tiendas regionales del inmenso shopping, sabrá cómo encontrar el camino de vuelta a su puerta de embarque.
¿Dónde está el piloto?
Igual, ahí no termina necesariamente la aventura. Hace poco, en un vuelo a Buenos Aires, el avión salió con una demora de más de seis horas, las últimas de las cuales se pasaron arriba del avión. Primero, por retrasos del aeropuerto. Segundo, porque un pasajero había despachado una valija, no se había presentado, y aparentemente por problemas técnicos debieron chequearlas una a una manualmente, en un vuelo transoceánico gigante e hipercargado.
Una vez solucionado eso, por los altoparlantes se anunció que tampoco se podía despegar porque por todo el retraso hacía falta un piloto más para emprender el vuelo y no había uno disponible en el aeropuerto. Hasta que trajeron uno, la gente se puso furiosísima y, sobre todo los padres con bebes, exigían bajarse del avión y decían estar siendo privados ilegítimamente de su libertad. Como el capitán no se presentaba personalmente a hablarles como pedían, a los gritos de piquete se bordeó la violencia, a tal punto que debió entrar la Guardia Civil española al avión.
Increíblemente, se materializó un nuevo piloto y el avión partió.
Desde entonces, como muchos (incluso quienes viajan por negocios) trato de tomar siempre las aerolíneas low-cost porque, además de su precio tentador, ahora agregan el bonus de partir de la terminal vieja. Menos glamorosa, es cierto, pero siempre agradablemente vacía, no hace falta llegar con tanta anticipación y los vuelos salen en hora. ¡Ah!, y tiene una excelente peluquería que hace lavado y brushing en 15 minutos para no perder el avión. ¿Qué más se puede pedir?
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