

AZUL, Buenos Aires.- "Da pena matar el silencio con las pisadas", comenta un huésped. La puerta inmensa de madera y acero negro que marca la entrada a la capilla principal se queja al abrirse y el eco siempre busca esconderse entre los rincones. En el interior, el grupo de monjes, que llegaron en diferentes épocas desde varios lugares del mundo, juntan sus brazos, inclinan la cabeza e invocan a Dios ante la mirada atenta de la regla de San Benito.
Los cánticos retumban en las paredes de ladrillo, la imagen de la Virgen pintada sobre una de las ventanas mira pensativa y sostiene en brazos a su niño, mientras una docena de haces de luz entran por los ventanales más altos y se unen en el cielo raso.
Sobre un confesionario descansa el plumero con el que, después de la siesta, el hermano más anciano le quitará con ritmo lento el polvo al atril y a los bancos de madera. Es mediodía, momento para la reflexión que anticipa el almuerzo, y los sacerdotes elevan su plegaria; algunos visitantes llegan en puntas de pie y se sientan a presenciar la ceremonia.
En el convento, no hablar con extraños a la orden parece ser una de las leyes principales del esquema cotidiano. Sólo un par de hermanos son los encargados de mantener el vínculo comunicativo con el exterior. Ellos suelen bajar a la ciudad en busca de los alimentos no producidos en sus campos, y son los que atienden a visitantes y curiosos que se acercan al lugar cada jornada.
El hermano Tomás es el responsable de la hospedería. El recibe las cartas de las personas que buscan pasar un tiempo entre las paredes del monasterio. Contesta cada línea con paciencia y dedicación, y sabe tomarse su tiempo para organizar la estada de los huéspedes.
Lorenzo, el panadero, nació hace 86 en años en los Estados Unidos. Lleva 20 viviendo en el monasterio y no hay un solo viernes que se olvide de amasar la harina de maíz para que el alimento fundamental no esté ausente en la mesa comunitaria. Así, con lentitud, hace girar las piezas y espera que la corteza tome su coloración más dorada. Los turrones y chocolates también son fruto de sus manos, la preparación sigue al pie de la letra una receta antigua heredada de generación en generación. Afuera, en los jardines, hay un invernadero en el que crecen las especias que dan sabor a la comida y los tes para cada mañana. Está el maíz tiñendo los campos de amarillo y verde, y los malvones rojizos que estallan sobre el ladrillo de las paredes. En algunos jarrones barrocos distribuidos por el parque hay flores blancas y amarillas, contribuyendo con el color del entorno. Un gingko biloba de hojas doradas (según la botánica china, el árbol más antiguo del mundo) vigila, como una especie de centinela natural, la entrada y salida de los visitantes desde la orilla del camino.
El monasterio
El monasterio trapense de Azul fue el primero en instalarse en América latina (hoy existe uno en Brasil y otro en Chile). Se ubicó en un terreno donado por Pablo Acosta, un estanciero que había conseguido sus hectáreas en la Conquista del Desierto. El primer Pablo de la generación murió a manos de los indígenas. Una cruz plateada e inclinada marca sobre la cima de uno de los cerros el sitio donde el malón emboscó al hacendado. El segundo Acosta les regaló a los monjes el terreno. El y su mujer fueron enterrados dentro de la capilla. Allí, su nombre en una lápida resguarda la memoria.
A sólo unos 50 kilómetros de la ciudad que le presta su nombre, la estructura monástica está construida de manera tal que durante todo el día el sol ilumina los interiores. Su arquitectura sigue estrictamente los parámetros de las edificaciones medievales; son paredes anchas de ladrillo a la vista, preparadas para resistir hasta 200 años de historia. "Al mediodía, cuando el sol pega verticalmente sobre la tierra, la luz se abre paso entre los vitraux de las paredes más altas y forma una cruz fantasmagórica en los mosaicos de la capilla", explica el hermano Antonio, encargado de recibir a los huéspedes en el pequeño almacén de productos artesanales que ocupa una de las entradas del convento.
Antonio espera a los visitantes con el pelo muy corto, peinado hacia atrás y un delantal de jeans cubriéndole el atuendo monástico. Sonríe amigablemente y se interna en conversaciones que dejan al descubierto una excelente predisposición para hablar, a pesar de la regla que rige su conducta cotidiana.
En el mercadito ofrece turrones, chocolates, dulces caseros y varios libros que relatan en detalle la historia centenaria del movimiento trapense.
Para recibir a los huéspedes han agrandado el monasterio. Ahora la Trapa, nombre con el que comúnmente se lo conoce en la zona, posee un nuevo edificio en el que son bien recibidos todos los visitantes, sin ningún tipo de distinción. Los que hasta allí se acercan comparten los alimentos, el aire y el tiempo con los monjes.
A la hora del almuerzo, el silencio sigue comportándose como uno de los principales aliados de la comunidad religiosa.
La idiosincrasia interna
"Para ingresar en la orden hay que tener más de 18 años y abandonar todas las riquezas adquiridas en el mundo consumista", explica Viviana Coluccio, una de las guías de la ciudad de Azul y una de las mujeres que más contacto ha tenido con los monjes en los últimos años.
"Al ingresar, cada hermano hace sus votos de permanencia y no se traslada hasta la muerte. Eso sí, antes de internarse cada uno puede elegir en qué monasterio le gustaría vivir." Durante la estada, los hermanos duermen en un cuarto en el que sólo hay una silla, una mesa, una biblioteca y un catre sin colchón.
El estilo de vida austero, sencillo y frugal es una de las condiciones básicas para dedicarse a la búsqueda de la paz espiritual sin dejarse llevar por los laberintos de la vida mundana. "La separación física del mundo y el clima de silencio y recogimiento es el nudo central de la existencia monástica -relata el hermano Antonio-; aquí, si bien seguimos al igual que los monjes benedictinos la regla de San Benito, tenemos ciertas diferencias con esa orden. Una de las principales radica en que los trapenses poseen una observación distinta, existe una organización diferente dentro del grupo y se mantiene una menor comunicación con el exterior para poder cultivar profundamente el espíritu", concluye el monje.
En ese espacio, los 22 monjes son vegetarianos, nadie bebe alcohol y se reparten entre todos el trabajo que da mantener las 1000 hectáreas y los 800 ejemplares de ganado vacuno que los ayudan a autoabastecerse.
Ellos producen lo que consumen e incluso destinan una pequeña parte para la venta al público. "La miel tiene sabor a eucalipto", explica Abel, uno de los huéspedes que llegó junto con su mujer buscando un espacio para el retiro entre las pautas de la existencia monástica. Hay bosques de ese árbol aromático, formando paredes inmensas alrededor del convento. Las abejas toman el polen de la flor del eucalipto y con él fabrican la miel que luego los monjes filtran, consumen y venden. Los visitantes que llegan a pasar la semana con ellos disfrutan de ese sabor durante el desayuno.
El reloj, que marca las 20, señala la hora del sueño. Cuando la campana anuncie las 3.15 será el momento para iniciar un nuevo día. Luego vendrán las vigilias, la misa conventual de las 6, el trabajo, el almuerzo, el estudio y las plegarias haciendo de nexo espiritual entre cada una de las actividades. "El círculo es cerrado, pero mantiene una situación de cambio que es permanente y eterna", explica uno de los hermanos más antiguos del convento, mientras se sienta en un banquito de madera a respirar el aroma que la flor del eucalipto le regala.
Una pausa en la pulpería
AZUL.- El ferrocarril provincial llegó hasta la estancia de Pablo Acosta en 1926. Alrededor de él, como fue costumbre en las tierras del interior, se construyó una pequeña aldea con escuela, tiendas de comestibles, plazas y viviendas.
Años más tarde, en 1962, el tren dejó de funcionar. El pueblo entero fue levantándose, desarmando las clavijas de su estructura y el predio volvió a estar desierto.
Sólo quedó el local del Vasquito, atestiguando el movimiento de aquellas épocas. Un almacén de ramos generales que supo ser el epicentro del poblado, y que hoy reúne cada día a los gauchos y peones de la zona en los encuentros de la tardecita.
El Vasquito, dueño de casa, siempre de bombachas camperas, faja a la cintura, botas de cuero viejo y camisa bien planchada, es un excelente anfitrión, y entre guitarras y cañas de durazno sabe pasarlo bien con sus huéspedes.
Según aseguran los locales, su cuñado es el que mejor toca el bandoneón en toda la región, y hay días en que suele ofrecer serenatas nocturnas hasta altas horas de la madrugada.
En la puerta, robándole el sitio al felpudo, un perrito cimarrón de manchas blancas y negras pasa la tarde recostado y mirando al suelo con ojos perdidos. Ante la presencia de algún extraño, levanta el hocico y, curioso, improvisa un ladrido de compromiso, observa y vuelve a su descanso.
Los huéspedes del monasterio suelen tomar el paseo hasta lo del Vasquito como una salida y una pequeña aventura por los antiguos territorios de bombachas y boleadoras.
Hacia el otro lado del monasterio y a pocos kilómetros de Azul se yergue, desde 1850, imponente, la última pulpería de toda la región.
Un santuario para los paisanos de la zona en el momento del trago nocturno, y una antigua posta para el cambio de caballos de los carteros que cruzaban la pampa uniendo destinos.
Los hermanos Toso atienden el negocio desde atrás de las rejas, que eran de protección. Una puerta pesada de madera oscura y cerrojos de hierro forjado enmarca la entrada.
El local sigue tal cual estaba en sus comienzos, con los paisanos bebiendo de un sorbo sus tragos blancos en vasitos pequeños de vidrio esmerilado. Algunos niños desafían la siesta correteando por las calles.
Allí siempre hay viajeros que se sientan a compartir la mesa con los Toso y entre fiambres, quesos caseros, rosquetas y algún vermucito, aprovechan la tarde escuchando anécdotas de potrancas, ñandúes y establos.
Recomendaciones
- Para hacer reservas escribir a: Monasterio trapense C C 34 (7300) Azul, provincia de Buenos Aires. Hay cuatro lugares para hombres solos y cuatro para matrimonios. Los retiros espirituales pueden hacerse de martes a viernes, o de viernes a martes.
- Aunque lo ideal es ir con automóvil propio, La Estrella y El Cóndor tienen servicios diarios a Azul (el pasaje cuesta alrededor de 18 pesos). Ferrobaires (ex ferrocarril Roca) tiene pasajes a 9 y 12 pesos. Desde allí es conveniente contratar un remise o bien hablar a la Dirección de Turismo por el 0281-31751. La oficina turística queda en la Avda. 25 de Mayo 619, Azul, Pcia. de Bs. As.
- La licenciada Viviana Coluccio organiza viajes al monasterio. Consultas: 0281-28446/28401 o por el celular 066-587681.
Novecientos años de historia
La orden de los monjes trapenses tuvo sus inicios en 1098. En ese entonces, los santos Roberto, Alberico y Esteban buscaron un sitio donde desarrollar y embeberse en los laberintos espirituales de la vida monástica. Siguiendo las reglas descriptas por San Benito se instalaron en un lugar pantanoso llamado Cister, en Dijon, Francia, y se propusieron volver a la sencillez, lejos de la ostentación y la contaminación de las ciudades.
Quinientos años más tarde, Cister fue el epicentro de una nueva revolución espiritual liderada por el abad de Rancé en la Abadía de la Trappe, en Francia. En 1892, el papa León XIII decidió crear una nueva orden dentro de la Iglesia Católica a partir de aquella reforma realizada en la Trappe; el nombre asignado al movimiento fue Orden de los Cistercienses de la Estricta Observancia, más conocidos por Trapenses .
Visitantes
Hace unos años, el presidente Menem fue uno de los visitantes del monasterio. El padre Hugo Mujica, sacerdote y reconocido pensador contemporáneo, estuvo durante dos años en La Trapa conviviendo bajo la regla de San Benito. Por otro lado, las leyendas locales suelen contar que allí pasó sus últimos días exiliado de sí mismo uno de los pilotos norteamericanos que soltó la bomba atómica sobre Hiroshima al término de la Segunda Guerra Mundial.
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