
Por: Dorotea Heise
Alemania: la cuna de la historia de mi vida. Allí nacimos las dos, madre e hija.
Oberndorf era un pueblo con fuentes y calles adoquinadas, por donde sólo transitaban bicicletas. En mi fértil imaginación de niña, aquel era un lugar lleno de magia. Tendría 6 cuando mi madre, en su regazo, me transportaba a los tiempos de su infancia, pintando para mí paisajes de su querida Alemania. Así la fui conociendo y amando a través de sus cantos y sus cuentos.
"Por donde bajaba un arroyito, miles de nomeolvides y violetas silvestres adornaban el sendero. Las abejas danzaban embriagadas de placer y las mariposas naranjas y amarillas competían con ellas por llegar más rápido a la flor más dulce."
Mi sueño más ambicioso era viajar junto con mi madre y redescubrir nuestra historia. Dejar que el corazón y el alma se llenen del antes y el ahora, sin considerar las diferencias que la guerra nos quitó. 50 años después pudimos cumplirlo.
Cuando puse los pies en el aeropuerto de Francfort, sentí que había llegado a casa, pude ver todo con los ojos del alma de una niña de 7 años y regocijarme encontrando coincidencias entre tantos recuerdos.
Finalmente arribamos a Oberndorf. Por un resquicio entre las ramas se podía ver toda la ciudad, la iglesia con su alto campanario, el convento de tejas coloradas, la legendaria fábrica Mauser al lado del viejo cementerio donde descansa mi abuela. Faltaban tres días para el domingo de Pascua, miramos las vidrieras que parecían un festival de chocolate. Paradas frente a una bomboneria nos secamos las lágrimas: nada había cambiado.
En una esquina está la Weinstube que durante años perteneció a mis abuelos. Grandes toneles de vino ocupan casi todo el fondo del local. Antes de la guerra era común que los hombres del pueblo pasaran por sus mesas a tomar una copa y a conversar sobre bueyes perdidos.
¡Qué lastima! Las laderas del Tirol no estaban inundadas de flores pese a ser primavera. Solamente había un manchón rojo de amapolas; "probablemente sea por culpa de la lluvia ácida", escuché decir. Realmente no quería enterarme. Arranqué una amapola y la puse entre las paginas de mi libro, "será un lindo recuerdo", pensé.
Subimos al auto y seguimos, curva y contra curva. Los neumáticos chirriaban y la alta pared de coníferas verde oscuro mostraban que era cierto: la selva parecía negra. Pero el sol le ganaba algunos lamparones color oro. Eran las 10 de la mañana y allí volví a escuchar a Edvard Grieg desgranando "La mañana" de Peer Gynt. ¡Qué maravilla!
La "Cueva de los osos", una excursión que no me defraudó. Cientos de estalactitas y estalagmitas formaban una coreografía genial. Conocer el azul río del vals de Strauss... Parada sobre un puente, el Danubio no me mostró solamente un río, sino otro pedacito de magia.
Descubrí lo maravilloso que fue viajar con la imaginación cuando era pequeña, y lo indescriptiblemente gratificante que fue poder comprobar que cada una de esas imágenes de mis sueños pertenecía a un lugar real. Finalmente logré llenar mi álbum con fotos y mi alma con historias nuevas.
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