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El silencio como único sonido

Regla: en el monasterio benedictino de Santa María la ausencia de palabras es reemplazada por la presencia constante del cariño y la comprensión.




GENERAL VIAMONTE.- Son las siete y media. El sol empieza a levantar una pequeña bruma en el parque. En perfecta fila india, 22 monjes descuelgan sus cogullas benedictinas de capucha medieval y se cubren el cuerpo para ingresar en la capilla, que ocupa la última esquina del monasterio. Toman posición entre los bancos de madera. El abad Enrique cabecea entonces el inicio del salmo en latín; ése será el único y solitario sonido que retumbará en los pasillos principales, colándose por los rincones y las rendijas de las puertas, y en los dormitorios vacíos.
Más tarde, después del desayuno y cuando la campana anuncie las 9, cada uno iniciará su labor. Así, por ejemplo, el padre Meinrado caminará hasta el museo para clasificar alguna nueva pieza, y el hermano Roberto se encargará de la administración general del campo. Uno de los hermanos más jóvenes se hará cargo de la limpieza. Para eso ha improvisado y dispuesto sobre una antigua máquina de cortar pasto una serie de listones de gamuza que al girar le darán al piso el brillo necesario. Los demás monjes irán a poner la mesa para el mediodía, a preparar la comida o se dedicarán a cualquier otra actividad que implique una utilidad comunal.
En uno de los rincones del monasterio, el padre Meinrado ha ido coleccionando retazos de historia en un espacio dedicado íntegramente a las tradiciones locales. Así, con el transcurrir de los años, logró atesorar un conjunto de elementos que hoy conforman el museo interno. La pequeña institución, por un lado, recopila el antiguo quehacer de los mapuches, con fotografías, ponchos y algunos adornos; y por el otro, exhibe los orígenes del pueblo de Los Toldos, con varios planos, retratos de los fundadores, trajes de época y algunas armas que reflejan a la perfección los primeros tiempos en la región.
"El museo se ha ido haciendo poco a poco con donaciones de la gente y algunas reconstrucciones de elementos que nosotros fabricamos", explica el padre Meinrado en un castellano sobrio, con cierto acento germano. Mientras habla quita el polvo de algunas vitrinas donde reposan varias puntas de flechas y utensilios de las tribus antiguas.
En la puerta de algunas habitaciones hay un tablero pequeño con un listado de palabras: Oficina, Tambo, No Molestar, Huerta u Ocupado . Junto a cada mensaje hay un agujerito. Así, con una varilla pequeña, el monje les informa a sus compañeros el sitio donde está o si desea que no lo molesten. Manera extraña pero efectiva de comunicarse, manteniendo siempre el silencio como el principal de los aliados.

El almuerzo y su propio ritmo

Es un concierto. Son varias docenas de cucharas vaciando los platos al unísono. Entre tanto, el sorber la sopa parece mantener un ritmo inalterable.
Es la hora del almuerzo y monjes y visitantes comen en conjunto. En una esquina, sobre un pedestal y apoyando el libro en el atril de madera, hoy le toca al hermano Osvaldo releer para los demás las reglas de San Benito. Su almuerzo será más tarde. "Hay que alimentar el espíritu en el mismo momento en que se alimenta el cuerpo", explica el hermano Francisco.
Durante el almuerzo, todos se juntan y cruzan ciertas miradas de complicidad, pero el silencio verbal sigue siendo el huésped de honor. Si es día de fiesta, o se celebra la jornada de algún santo, la tarde los encontrará a todos reunidos en el salón principal. Allí, vermut de por medio y sentados cómodamente sobre sillones de paño, se dedicarán a conversar, dando pie a uno de los pocos momentos en el que la palabra adopta un papel protagónico.
Para los huéspedes, integrarse en estas reuniones es una excelente oportunidad para conocer más a fondo la vida en el monasterio contada por sus propios protagonistas.

Una orden con historia

La orden de los benedictinos fue fundada a principios del siglo VI por San Benito de Nursia, en Subiaco, pero poco tiempo después decidió trasladarse a Monte Cassino, Italia, donde fueron asentadas las raíces del pensamiento.
Los libros de historia medieval describen a los antiguos monjes de esta orden como sabios laboriosos y modestos que prestaron grandes servicios a las letras y a las artes.
Ellos fueron quienes mantuvieron encendidas las luces de la fe, el saber y la cultura; fomentaron la agricultura y copiaron y conservaron valiosos manuscritos antiguos.
Las reglas benedictinas fueron adoptadas por varias comunidades religiosas de ese entonces. Los monjes que hoy viven bajo el ala de estas ideas deben, por un lado, hacer votos de pobreza, castidad y obediencia, y por otro han de dedicarse alternativamente a trabajos intelectuales y corporales. Así, algunos hermanos se dedican al campo, otros a la limpieza general, otros a la preparación de las comidas, etcétera. Mientras por la noche y al amanecer le brindan un tiempo a la lectura y al estudio.
Los huéspedes que se acercan deben hacerlo bajo previa reserva por cuestiones de falta de espacio.
El hermano Pepe siempre acompaña a los invitados hasta sus aposentos. El es una especie de anfitrión general y quien les enseña a los primerizos las reglas básicas para desenvolverse con comodidad dentro del monasterio.
En cada habitación hay una cama muy simple, una mesita donde descansan los libros antiguos que contienen las reglas de San Benito, y una página blanca plastificada con inscripciones en negro que describe las rutinas diarias del convento. En un rincón hay un armario pequeño donde esconder los ritmos veloces de la gran ciudad y despojarse de todo tipo de preocupaciones.
Toda comunicación dentro del convento se hace como en secreto. Así los susurros van y vienen por las galerías que unen las habitaciones.
Por la tarde, cuando todos han ido a descansar, suele escucharse un murmullo muy lejano de personas que conversan quizáz del otro lado del convento; el enorme y permanente silencio permite que el más mínimo sonido se potencie y pasee por los rincones con más fuerza.
Para los huéspedes, un par de días en la abadía combina paseos por el campo, visitas al tambo, recorrer el museo, hablar en secreto con algún monje simpático y, sobre todas las cosas, deshacerse de ese equipaje de complicaciones que suelen cargar los hombres sobre sus espaldas arqueadas.

Datos útiles: cómo llegar

  • El acceso es posible en automóvil por la ruta nacional 7 y luego empalmando con la Nº 65 a la altura de Junín. Desde allí, después de una media hora de viaje, la localidad de Los Toldos aparece en uno de los costados; 15 kilómetros más adelante, sobre la orilla de la ruta, está el monasterio benedictino. Hay ómnibus que unen la estación de Retiro con la de General Viamonte. Desde allí hay que tomar un colectivo urbano, que sale varias veces por día y cruza por la zona de la abadía.
  • Hospedaje: no se cobra nada por la estada o la comida, pero generalmente se aceptan donaciones que ayudan a mantener intacta toda la estructura y que colaboran con el desarrollo del trabajo en el monasterio. La donación es un buen gesto de agradecimiento.
  • No hay que olvidarse de realizar las reservas correspondientes antes de partir. Lo recomendable es hacerlas con mucha anticipación, pues es muy común que esté bastante completa la capacidad de las salas de huéspedes. Comunicarse por el 0317-30195/93176. Fax: 0358-43935.
  • Las mujeres que llegan solas pueden quedarse a pernoctar en el convento de las Hermanas de la Santa Cruz, que está a unos 100 metros del monasterio benedictino. Allí hay que contactarse con la hermana Gertrudis.

La Virgen Negra

En un rincón del convento reposa la Virgen Negra; la efigie que ha caracterizado a la orden benedictina a través de los siglos.
Un manto a rayas, que parece robado de las vestiduras guatemaltecas, cubre totalmente el altar principal.
Un poco más adelante está el espacio para las plegarias. Cotidianamente, se acercan fieles y devotos desde todas partes del país para hacerle algún pedido, o para agradecer por los deseos concedidos.
Según explica la historia que relata el padre Meinrado, la primera Virgen Negra estuvo en un monasterio de Einsiedeln, Suiza.
Allí, donde se formó uno de los más antiguos asentamientos de la orden, existía un altar con una efigie que había sido oscurecida por el hollín de las velas que iluminaban el lugar.

Cambio de imagen

Hacia 1798, un grupo de soldados franceses atacó el convento destruyendo y saqueando todo a su paso.
Por fortuna, los monjes ya habían logrado esconder y resguardar a su imagen más representativa en las laderas del monte Mythen.
Los meses pasaron y los franceses también; sólo en ese momento los benedictinos decidieron traer a la Virgen de vuelta a casa, no sin antes limpiarla íntegramente del hollín que la cubría, hasta dejarla tan blanca como en sus orígenes.
Cuando llegaron los fieles desde todas partes del mundo para observar la restitución de la depositaria de sus rezos, enorme fue la sorpresa al encontrarse con una impostora blanquecina.
Tanto se negaron todos a reconocer en ella a la antigua efigie que los monjes se vieron obligados a pintarla del color del hollín para que volviese a ser la tradicional Virgen Negra que los fieles adoraban.

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por Redacción OHLALÁ!

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