

Gracias al cine -este camino que hace 52 años empecé a transitar y en el que afortunadamente todavía estoy- tuve la fortuna de viajar bastante, sobre todo representando al cine argentino en diferentes festivales del mundo. Y de entre todos esos viajes, el que recuerdo especialmente es uno que hice a Rusia a principios de la década del 80.
Rusia era por entonces la Unión Soviética, y el viaje se dio por una invitación para participar de dos semanas de cine argentino -una que se realizó en Moscú y otra, en Leningrado, hoy San Petersburgo-, ya que se proyectaban tres películas en las cuales había participado: Sofía , Darse cuenta y Queridas amigas .
La delegación argentina la integrábamos un encargado del Instituto del Cine, Martha Bianchi y yo. Y realmente fue una experiencia muy fuerte, muy poderosa para mí no sólo por el viaje y el lugar en sí, sino porque en el transcurso del festival me pasaron cosas muy curiosas. Por ejemplo, los rusos que iban a ver las películas nos esperaban a la salida de la función y nos hablaban en un español muy bueno, con una cordialidad como si nos conocieran de toda la vida. Después me enteré de que ellos aprendían español mediante el cine, y por eso nos conocían tanto y hablaban con nosotros como si estuviéramos en la Argentina.
Luego fuimos a ver una de las películas en Leningrado, nos presentamos en el escenario, saludamos al público y a la salida del cine, otra vez nos encontramos con mucha gente que deseaba hacernos preguntas, hablar con nosotros o pedirnos un autógrafo.
Uno de esos días en Leningrado nos llevaron a pasear a la costa del mar Báltico. Si bien no era invierno, la temperatura estaba bajo cero, y al llegar a la orilla caí en la cuenta de que el mar no estaba ahí como yo me lo imaginaba, sino que se fundía con el cielo en una suerte de bóveda infinita, muy blanca, donde no existían límites y todo se unía.
Ante mi asombro, la guía nos dijo que podíamos caminar hacia el mar si lo deseábamos. Y así empezamos a andar sobre el mar congelado. Recuerdo que allá, muy lejos, había una especie de canal abierto en el hielo por donde pasaban los barcos. La escena era verdaderamente surrealista. Nos alejamos bastante de la costa, y cada paso que daba aumentaba mi temor de que el hielo se resquebrajara. No había horizonte y era una sensación extrañísima.
También recuerdo una tarde que iba caminando por la Plaza Roja de Moscú, y como la temperatura seguía bajo cero, no había nadie. Sin embargo, flotaba en la atmósfera un sonido extraño, como un silencio sonoro que luego descubrí: era el ruido que allá llaman la voz de la nieve . Y de pronto, a las 5 en punto de la tarde, comenzó a brotar de las bocas de los subterráneos un mar de personas, como si fueran hormigas, y en un instante la plaza se llenó de moscovitas que regresaban a sus casas luego de una larga jornada de trabajo. Eran miles, una verdadera multitud, y para mi asombro caminaban en silencio, sin alterar aquel susurro de la nieve.
Una experiencia realmente deslumbrante.
La autora es actriz. Recientemente estrenó Luz de gas , obra de teatro que interpreta los sábados, a las 21.30, y los domingos, a las 20, en Actor´s Studio (Díaz Vélez 3842)
Por Dora Baret
Para LA NACION
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