Había un escenario clásico en casa cuando te sentías mal: una tetera con té con limón al costado de la cama que mamá reponía cada tanto (además de agregarle cascaritas de limón sin la parte blanca), un termómetro con capuchón azul y las almohadas bien apiladas en la espalda.
Hay cosas que definitivamente una puede disfrutar de vivir sola: disponer de los horarios y decidir que se puede almorzar un sábado a las 4 de la tarde, la cama enorme sin ronquidos, el gobierno absoluto sobre el control remoto, el baño para una sola, escuchar la música que una quiere cuando quiere y al volumen que quiere y detallecitos así. Pero hay algo de vivir sola que no está nada bueno y es sentirte mal en el medio de la noche y asustarte, tanto que te dan ganas de llorar.
Ayer finalmente vino mamá y se quedó todo el día. Se la pasó trayéndome sus tes con limón y un platito de galletitas de agua y arroz hervido que apenas pude tocar. Parece mentira semejante grandulona y sin embargo nada pudo hacerme sentir mejor que ella anduviese por la casa.
El té en su teterita, el termómetro, el "quedate quieta" de mamá, su mano sobre mi frente cada tanto y la forma en que me acomodaba las almohadas atrás de la espalda. ¿Quién te cuida cuando te sentís mal, no? Yo, que soy bastante independiente ayer me lo pregunté.
De repente unas líneas de fiebre, una gastroenteritis y entrás en el túnel del tiempo y en una tarde cualquiera de marzo volvés a tener 10 años y a necesitar a tu mamá cerca.