
En busca del tiempo perdido y el vuelo cancelado
10 de enero de 2010

En la vida de aeropuertos, hay un momento particularmente amargo que todo viajero frecuente conoce. Es ese instante en que se entera de que su vuelo ha sido cancelado. Una experiencia que suele iniciarse con un confuso comentario de algún otro pasajero; sigue con la certificación del hecho en las frías pantallas de arribos y partidas, y alcanza su pico dramático cuando algún empleado ofrece la vaga explicación oficial y sus nunca agradables consecuencias.
Entonces, el equipaje llega a pesar el doble o el triple a medida que se repasan mentalmente los problemas derivados del retraso en el comienzo de las vacaciones (caída de reservas, excursiones u otros servicios contratados), en la vuelta a casa (pérdida de días de trabajo o de estudio, entre otros compromisos) o del viaje de negocios (reuniones, eventos programados que no esperarán).
La situación es suficientemente desalentadora para un pasajero solitario. Pero para un matrimonio con dos chicos, de 3 y 11 años, varados a miles de kilómetros de casa durante una semana más allá de lo previsto, el cuadro es sencillamente oscuro.
Y ése era precisamente el panorama ante los O´Connor el sábado último, cuando descubrieron en Ezeiza que su vuelo de vuelta a Nueva York, para luego conectar a Washington DC, no saldría nunca por un desperfecto técnico . Los pasajeros que habían comprado sus pasajes por alguna agencia al menos se habían salvado de presentarse inútilmente en el aeropuerto bonaerense, ya que su agente les habría advertido a tiempo del problema. Pero los O´Connor, como muchos más, habían adquirido sus tickets por Internet, así que no hubo profesional de confianza que los protegiera en este caso. Ni siquiera se lo comunicó el sistema cuando, apenas la noche anterior, completaron previsoramente su web check in sin problemas.
El norteamericano, ella argentina, hijos nacidos en Virginia, están tan habituados a viajar anualmente a Buenos Aires como a padecer inconvenientes con compañías de todos los colores. Sin embargo, este plantón de la aerolínea estadounidense marcaba un nuevo récord: a pesar de contar con tickets para el sábado 2 de enero, serían reubicados en un vuelo de otra empresa... ¡el jueves 7! Sólo uno de ellos podría viajar el lunes 4, excepcionalmente. Por los inconvenientes causados, la empresa ofrecía una habitación de hotel (cinco estrellas), tres comidas diarias, unas cuantas tarjetas telefónicas y 300 dólares por persona en crédito para futuros pasajes.
Después de tres estériles horas en Ezeiza, la familia se marchó al hotel asignado, donde ya se encontraba un centenar de compañeros de vuelo. El alojamiento era efectivamente de buen nivel. Las comidas, sin embargo, dejaban mucho que desear y que saborear, particularmente porque consistían en un menú especial, limitado y casi sin variantes de un día a otro, muy lejos del buffet de posibilidades ofrecido a los huéspedes normales . Las tarjetas telefónicas no funcionaban. "¡Somos de segunda clase!", protestaba ella, poco motivada ante el desborde de trabajo que esperaba en su oficina y el atraso escolar de los chicos (que en Estados Unidos puede tener hasta consecuencias legales para los padres).
En la segunda mañana en el hotel, el lunes, los O´Connor habían tenido suficiente. Ejecutaron un plan de emergencia. Aunque ya tenían sus pasajes consuelo para tres días después y a pesar de que en Buenos Aires diluviaba, fueron a la oficina comercial de la aerolínea a exigir un cambio. Llegaron allí incluso antes de que comenzaran a atender al público y debieron esperar en la vereda, empapados. La estrategia de ella de presentarse con los chicos, y sus caras de cansados y la ropa sucia y arrugada, funcionó: mágicamente , sin mayor esfuerzo, uno de los empleados logró reubicarlos en un vuelo vía Santiago de Chile y Toronto esa misma tarde. Bingo. Por qué antes esto parecía imposible es algo difícil de argumentar. Los O´Connor, de todos modos, no tenían tiempo para meditarlo: había que correr hacia el hotel, recoger las valijas, pasar por Havanna y huir hacia Ezeiza antes de que alguien se arrepintiera.
Pregunta: ¿la compensación ofrecida por la compañía era la que correspondía? Cierta jurisprudencia indica que no. En su libro El régimen de defensa del consumidor en la actividad turística (Editorial Ladevi, 2008), la abogada Karina Barreiro cita un caso de 2007 en el que por un retraso de menos de 24 horas la misma aerolínea de los O´Connor debió pagarle a un pasajero por daño moral unos 650 dólares... Más del doble por la mitad del tiempo.
"La Cámara Federal tiene jurisprudencia que establece que el daño moral en el caso de transporte aéreo no precisa ser probado -explica Barreiro-. La pérdida de tiempo, que no es otra cosa que pérdida de vida , constituye un daño cierto y no conjetural, y por lo tanto indemnizable. Esa pérdida de tiempo, por imprevisión del transportista, ocasiona un daño moral digno de reparación que no requiere prueba específica de su realidad; eso es así, porque pérdidas de esa especie configuran, de suyo, un obligado sometimiento al poder decisorio del incumplidor o, lo que es lo mismo, un recorte impuesto a la libertad personal."
Lástima que los O´Connor ni casi nadie suelen llevar a Ezeiza el libro de Barreiro o algo parecido junto a la caja de alfajores y los CD de tango.
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