
La aventura te puede encontrar en cualquier parte, aun cuando no la estés buscando del todo. Habíamos planificado con dos grandes amigos un viaje al norte argentino y Bolivia. Ya en Copacabana, frente al imponente lago Titicaca, teníamos definido que pasaríamos una noche en la isla del Sol, y además, acorde con nuestra afición por los trekkings, la atravesaríamos caminando.
Después de dos horas de lancha, un poco insolados y con bastante hambre, llegamos a la isla. Subimos unas escalinatas interminables, con mochilas gigantes incluidas, y al fin encontramos una sencilla pero confortable hostería. Comimos algo y después de una siesta reparadora, mi amigo -que siempre tuvo fama de aventurero nato- decidió que era buen plan caminar hacia la costa norte de la isla esa misma tarde. Regresaríamos antes de la cena, justo para una invitación de un cordero al asador de otro grupo que estaba en el lugar. Así salimos, sin más, apenas con un abrigo y muchas ganas de caminar.
Al principio la energía nos acompañó y el paisaje, maravilloso, verde vibrante, era casi mágico. Atardecía y todo era especial: las casitas dispersas, los cultivos en terrazas, la montaña legendaria. A mitad de camino empezamos a cansarnos. El detalle en el que no habíamos reparado: eran cerca de 10 kilómetros de recorrido, pero a 3800 metros de altura.
Enseguida empezamos a sentir cansancio y frío. Parecía que no llegábamos más a la costa opuesta y cuando finalmente lo hicimos estaba anocheciendo. No teníamos más que una débil linterna y un polar cada uno. Ahí tuvimos que tomar una decisión: pasar la noche en ese lado, en algún otro hostal, o aventurarnos a tratar de volver. Siguiendo el espíritu de Indiana Jones de mi amigo, acordamos volver. Posiblemente no era la mejor idea, pero sin esa decisión nos hubiéramos quedado sin historia que contar.
Empezamos a caminar, ahora cansados y con poca luz. No tardó en hacerse de noche y entre los senderos y las indicaciones de los pocos lugareños que cruzamos, terminamos totalmente perdidos. La linterna cada vez alumbraba menos y era noche cerrada. Avanzamos casi a ciegas y discutiendo por la elección, pero no había caso: ya estábamos en camino. Sí era evidente que al cordero no íbamos a llegar. El tema era si llegaríamos a alguna parte.
En medio de la oscuridad vimos que más abajo había luces. Decidimos acercarnos y encontramos una casita en medio del camino. Salió un nene de unos 5 años y nos dijo que su abuelo podía ofrecernos un lugar donde dormir en su hostal. Imposible creerle que en ese paraje solitario había algo más.
Avanzamos con el señor unos metros y se iluminó un lugar único: pequeñas cabañas construidas con vista al lago y un salón comedor tan prolijo como nuevo, que según él decía todavía no recibía muchos turistas por estar fuera del camino tradicional. Además de hospedarnos, el señor terminó preparándonos una cena casera. El cielo, esa noche, fue uno de los más lindos de mi vida. Me dormí contando estrellas fugaces y sin poder creer en nuestra suerte.
Publicado por Daniela Dini
26 de febrero de 2012 | 3.10 A.M.
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