

AUCKLAND.- Limpio, verde y ordenado. Un país con clima privilegiado, sin calor ni frío extremos, donde todo funciona, la gente es amable y la vanguardia está a la vuelta de la esquina. Lleno de espacios verdes y líder en actividades al aire libre; donde escuchar una bocina es inusual y el respeto es un valor fundamental. Además, la comida tiene el sello exótico de la gran cantidad de inmigrantes asiáticos, los vinos son excelentes y el costo de vida, bajo. ¿A quién no le gustaría aterrizar en un lugar así? Alrededor de doce horas de vuelo nos separan de este pequeño paraíso insular, que reparte sus costas entre el mar de Tasmania y el Pacífico Sur, y acomoda a sus habitantes en los paisajes quebrados de las dos islas principales: la del Norte y la del Sur.
No es un país que se destaque por su superficie -tiene el tamaño de Japón-, ni por la gran cantidad de habitantes, son casi cuatro millones. Pero goza de algunos logros: fue el primero en concederle el voto a la mujer, en 1893. Un neozelandés, sir Edmund Hillary, acompañado por el sherpa Tenzing Norgay, fueron los primeros en escalar el monte Everest, en 1953. En 1987, Nueva Zelanda ganó la primera Copa del Mundo de rugby. Además, el país tiene 48 millones de ovejas, esto es alrededor de 12 por persona y, por su ubicación, es el primero que ve el nuevo día.
Y tal vez porque amanece más temprano, los neozelandeses corren con ventaja. No sólo en el nivel económico, que evidencia un crecimiento del 4% anual, sino en la naturaleza de sus intereses. Tienen una democracia estable, hay trabajo -y si no, funciona el seguro de desempleo- y los sueldos son buenos. La seguridad existe no porque haya tres policías en cada esquina, sino porque los robos son contados. Cuando uno llega al país tiene la impresión de que todo fluye naturalmente, sin control. Es raro ver un policía y, sin embargo, nadie avanza con luz roja ni excede límites de velocidad.
En Nueva Zelanda, la consideración por los demás, la calidad de vida y la ecología son prioridad. Así, la práctica del reciclaje es moneda corriente, el concepto de vida sana echó raíces hace rato y los cuerpos atléticos son figurita repetida. Antes de ir, uno sabe que Nueva Zelanda es la cuna de los All Blacks, de la soprano Kiri Te Kanawa, de la directora de cine Jane Campion, y que ahí se lanzó al mundo el fruto kiwi. A la vuelta, uno entiende que estuvo en un lugar que a cualquiera le gustaría para vivir.
Se llaman a ellos mismos kiwis, como el ave nacional, pero a diferencia de ésta, que tiene hábitos nocturnos y llega a dormir 20 horas por día, los neozelandeses son inquietos y temerarios.
Están orgullosos de su tierra y de su cielo, y en lugar de sacralizarlos, los usan hasta el cansancio: subiendo y bajando, removiéndolos. Porque, de punta a punta, el país es una invitación a la aventura.
Hacen trekking en las faldas de volcanes activos, en un entorno de géiseres, en la penunbra de selvas nubladas y hasta incluso en los glaciares del Sur; rafting en ríos y cavernas, y escalada, en rocas y montañas. Avistar ballenas, nadar con delfines y animarse al parapente, paracaidismo y bungy jumping también forman parte del microcosmos de actividades a cielo abierto.
Si bien la cultura del país es esencialmente europea ( pakeha , en maorí), cerca del quince por ciento de la población es maorí y su influencia se advierte en el actual resurgimiento de la maoritanga (cultura maorí).
La lengua, literatura y artes de este pueblo indígena están experimentando un revival y, después de tantos años de enfrentamientos raciales, Nueva Zelanda se decidió a explorar e integrar sus orígenes.
Así, cuando caminen por el inmenso aeropuerto de Auckland, los turistas serán bienvenidos en maorí: Kia ora! Estas dos palabras, que quieren decir hola y a la vez son augurio de buena suerte y buena salud, se repetirán durante todo el viaje, seguramente seguidas por una cálida sonrisa.
Y en una primera impresión es más fácil entender ese saludo que el inglés de los kiwis, bastante más cerrado que el de Oxford. Pero bastan unas horas para acostumbrarse al acento. Un ejemplo clásico es la pronunciación de fish and chips , una milanesa con papas fritas y la comida rápida por excelencia. En lugar de decirlo tal como suena, ellos prefieren fush and chups .
Auckland no es la capital, pero sí la puerta de entrada y el centro urbano más importante.
En la esquina de las calles Federal y Victoria, la Sky Tower es un icono en la ciudad y un buen punto para orientarse.
Con 328 metros sobre el nivel del mar, muchas veces, esta filosa estructura llega más alto que las nubes.
Si el alma no baja a los pies después de 40 segundos en un ascensor a alta velocidad, se accede al nivel más alto de observación, desde donde la geografía de Auckland se dibuja perfecta. Rodeada de colinas volcánicas y recostada entre los puertos de Waitemata y Manukau, Auckland es moderna y está repleta de parques y veleros. Es conocida como la Ciudad de las Velas, porque hay más yates por persona que en cualquier otro lugar del mundo.
Abajo, aun en pleno centro y a la hora pico, se descubren dos características más: es limpia y cosmopolita.
Tal vez por eso, Amelia no tiene problema en caminar descalza por Queen St., la avenida principal. Está bien vestida, con cartera y hasta rouge, pero con los pies desnudos. Y así, sin que nadie la mire extrañado y sintiéndolo ella misma como algo cotidiano, aprieta un botón en el semáforo. Inmediatamente, los autos se detienen y ella tiene paso. Pero en lugar de cruzar a la vereda de enfrente, lo hace en diagonal por el medio de la calle. Porque en el centro de Nueva Zelanda, el peatón es rey y con sólo apretar un botón se detiene todo el tránsito y es posible cruzar en cualquier sentido y dirección.
Moscardones del aire
En avión, los viajes por el interior tienen un folklore especial. En general, los vuelos de cabotaje se realizan en aviones pequeños (Metroliner III), con capacidad para 15 pasajeros, con suerte. Porque si es en un Embraer Bandeirante, sólo hay lugar para nueve personas. Y a pesar de ser un país organizado y con sentido de la puntualidad, es muy ventoso y la partida se puede demorar una, dos y hasta varias horas por esa razón.
Ya en el aire, esa suerte de moscardón tiembla como una hoja, pero nadie se inmuta. Los kiwis están acostumbrados. Al verlos tan relajados, uno mismo se olvida de los sacudones del viento y comienza a disfrutar del espectáculo de la naturaleza.
En menos de una hora, el moscardón pierde altura y se acerca, lentamente, al mar. Antes de tocarlo, se posa en la pista de aterrizaje de Wellington.
Capital desde 1865, la ciudad está a orillas de un puerto de aguas profundas y rodeada de colinas. Para recorrerla a pie hay que tener buenos pulmones porque las callecitas se retuercen por las laderas, suben, bajan y esconden antiguos edificios victorianos, de madera y colores.
Un poco de altura es útil para una vista integradora. Para eso, un cable carril, con su caparazón colorado, hace el esfuerzo hasta Kelburn, desde donde la bahía y los montes alejados se abren a los visitantes.
Más cafés que en Nueva York
En general, los kiwis están orgullosos de su país y cada ciudad es distinguida por algo. Wellington, por ejemplo, es famosa por su vida cultural y, según dicen, tiene más cafés y restaurantes per cápita que Nueva York.
Todos los meses hay un festival de jazz, un encuentro de teatro, o alguna propuesta artística en danza.
Wellington es la sede de la Orquesta Sinfónica, de la Opera Nacional, del Ballet Real de Nueva Zelanda y del mejor museo del país: el Te papa Tongarewa.
Inaugurado en 1998, fue el proyecto cultural más ambicioso del país, con un costo de casi dos millones de dólares. Desde la prehistoria hasta un viaje al futuro, la propuesta es ante todo interactiva. Más que mirar, hay que tocar, apretar, experimentar. Y para desterrar la idea de los museos aburridos, se vale de la última tecnología y tiene cuerda para rato. Una vez más la oferta supera las expectativas.
Nada de trabajo atrasado ni horas extras, a las cinco de la tarde cierra todo y, en cuestión de minutos, los habitantes se guardan. En las casas, algunos y muchos en los pubs, que se encienden con juegos de dardos, carcajadas y rondas de cerveza hasta las 22, cuando, puntualmente, la carroza se convierte en zapallo y taza taza, cada cual a su casa .
Por Carolina Reymúndez
Para LA NACION
Para LA NACION
La hija ilustre de Wellington
- Katherine Mansfield es la escritora más distinguida de Nueva Zelanda. Nació en 1888 y vivió en el país hasta los 19 años, cuando viajó a Europa. Allí conoció a grandes autores, como Virginia Woolf, T. S. Eliot y D. H. Lawrence, y se casó con el crítico y autor John Middleton. En 1923, a los 34 años, murió de tuberculosis en Francia. Wellington guarda sus memorias en la casa donde la escritora nació, un pequeño museo en Thorndon, el barrio más antiguo. Desde el primero hasta el último de los cuartos, la exhibición reconstruye fielmente la época y, por medio de fotografías y extractos de su obra, resume las etapas de su vida. Para los que no la conocen, el paseo dispara la curiosidad. La casa está en 25 Tinakori Road; (04) 4737268. Abre todos los días, de 10 a 16, y la entrada cuesta 2,50 dólares.
Datos útiles
Cómo llegar: el pasaje desde Buenos Aires hasta Auckland, ida y vuelta, cuesta cerca de 1500 pesos.
Cómo moverse: en avión los vuelos de cabotaje son una opción para los viajeros con prisa. Para tener una idea, el pasaje de Auckland a Wellington cuesta 130 dólares, y hasta Queenstown, 280. Los estudiantes pueden obtener buenos descuentos.
En auto: es la mejor forma de conocer por qué le dicen el país verde. Una desventaja: hay que acostumbrarse a manejar por la derecha. Auckland es el lugar más barato para alquilar. Según la empresa, un auto mediano cuesta alrededor de 35 dólares por día con kilometraje libre.
En micro: los mochileros pueden tener en cuenta un servicio de micros que sigue la ruta de los principales puntos de interés turístico por un precio moderado. La modalidad permite subir y bajar desde el mismo hostel en el que están parando. Algunas de las empresas son: Flying Kiwi (03-5738126); Kiwi experience (09-3669830) y Magic bus (09-3585600) .
Alojamiento: una gran ventaja para los que recorren el país es el alto nivel del hospedaje. Esto se debe a que los kiwis son grandes viajeros, tanto en el exterior como en su propia casa. Hoteles lujosos, bed & breakfast, albergues de la juventud, moteles, campings, granjas, cabañas y estancias, la oferta es muy variada y los precios son más que accesibles por la calidad que se encuentra. Desde Navidad hasta fines de febrero, conviene reservar porque se puede hacer difícil conseguir lugar. Un hotel de 3 estrellas oscila entre 25 y 70 dólares; uno de 4, entre 35 y 145, y uno de cinco, entre 90 y 200.
Gastronomía: una cena (tres platos) en un restaurante de mediana categoría, sin vino, cuesta entre 10 y 25 dólares por persona. Para los de presupuesto reducido es útil saber que un Bic Mac cuesta 2 dólares y un capuchino, 1,20.
Más información: Consulado de Nueva Zelanda, Carlos Pellegrini 1427, 5°piso; 4328-0747.
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