Hoy es mañana. Todavía no llamó.
Faltan pocas horas para que se termine el día. Son las 9 de la noche, acá no queda nadie. No lo vi conectarse en ningún momento y sólo creo que me levanté de la silla por brevísimos momentos: baño, recibir una moto que traía unas muestras de imprenta y doscientas tazas del café inmundo que preparan en este lugar. La cafeína está haciendo estragos. Tengo el pulso acelerado. Cualquier cosa que suene me altera. Creo que mejor cierro todo y me voy.
De repente mi vida se convirtió en un hacer tiempo hasta que suene el teléfono. ¿Cómo me he convertido en este ser monstruoso, en esa mina a la que siempre critiqué? No me atrevo ni a meterme en lugares en los que no hay señal por miedo a que justo suene ahí y no me deje mensaje. Por suerte mi teléfono te informa incluso de las llamadas perdidas que tuviste cuando estaba apagado. Es un muy buen punto. Podés apagar y seguir enterándote de todo. Y, sí, una enfermita total. Lo reconozco. Sólo a fines de distracción convoqué a las chicas para ir a comer a Voulez Bar; tiene mesitas afuera, siempre nos encontramos a alguien conocido, es una noche divina y además, siempre hay señal.