

MALASIA (El Mercurio, de Santiago).- Hay que bucear con una barracuda para darse cuenta del tamaño de sus dientes. Aunque respiro lenta y relajadamente a través del regulador, mi boca está tan seca como un papel. Después sabría que esta sequedad es consecuencia del nerviosismo. Cómo no, a veinte metros de profundidad, una barracuda es el pez más grande que he visto en mi vida fuera de un acuario. Por lo menos mide un metro y medio de largo.
La barracuda está suspendida en el agua. Como descansando. Sólo abre y cierra su gigantesca bocota mostrando los dientes: algunos son chicos y otros son grandes como púas, pero anchos y chuecos. Sus escamas son plateadas y, comparándola con los cientos de peces de colores que hay en el agua, peces bonitos, como de juguete, la barracuda parece un animal prehistórico, olvidado durante millones de años por la evolución. Cuando paso por su lado ni se inmuta. Muy de cerca veo que le hace falta una pasada por el dentista: sus dientes son de un color entre negro y amarillo oscuro. Las pupilas, también negras, hacen un movimiento circular dentro de sus grandes ojos. Si en vez de pez fuera perro, sentiría el olor a miedo.
El resto de los buzos -todos instructores- que llegó conmigo a Malasia a bucear en el cálido y cristalino Mar del Sur de la China está feliz. La barracuda no es más que un detalle dentro del variado mundo submarino de la costa este de Malasia y de Pulau Lang Tengah, una de las tantas pequeñas islas del sultanato de Terengganu, uno de los 13 Estados de este país del sudeste asiático.
Playas organizadas
En Pulau Lang Tengah y en la mayoría de las islas del archipiélago de Terengganu hay por lo menos un resort playero con un equipo de profesionales dedicados a sacar a bucear a los turistas. Nosotros llegamos al Blue Coral Beach Resort, que de resort caribeño con animaciones todas las noches y cursos de salsa y merengue no tiene nada. Menos mal.
En Blue Coral amanece a las 6. A esa hora, cuando todavía no sale el sol, la playa y el mar están iluminados por una suave luz color naranja. Los pequeños corales muertos se arrastran con el ir y venir de las suaves olas y decenas de minúsculos peces de color plateado vuelan por sobre la superficie.
Ha llegado el gran día. Después de tomar el desayuno en la terraza, hay que acercarse a la caseta de buceo a preparar el equipo. Elegir máscara, aletas, chaleco, cinturón de plomos, tanque y traje. Aunque el agua de este mar tiene una temperatura de 27°C, me dicen que para bucear durante un largo rato es necesario usar traje, porque después de media hora igual puede dar frío.
Abordamos la lancha y nos dirigimos a uno de los tantos sitios de buceo que Blue Coral tiene establecidos. Antes de lanzarnos al agua, la guía nos da las instrucciones: "Vamos a bucear durante 40 minutos a una profundidad máxima de veinte metros. No se alejen del barco. Pueden bajar por la línea de la boya".
El tanque pesa demasiado, el chaleco compensador es como una especie de mochila gigante, me siento inútil con las aletas puestas, el traje de agua lo convierte a uno en una momia y la máscara me aprieta la frente y me tira el pelo.
Estoy parada en la popa de la lancha, entre los dos motores, lista para dar un paso y caer al mar con todo el armatoste. Inflo el chaleco para flotar un rato antes de comenzar a sumergirme. Respiro hondo, me pongo el regulador en la boca y me dejo caer. Después del salto, quedo cómodamente suspendida en el agua. El equipo ya no pesa tanto. Sólo desequilibra un poco. La lancha está detenida junto a una boya, por cuya cuerda vamos a descender hasta unos 20 metros. Según las órdenes de mi instructor, desinflo el chaleco y, a cada rato, mientras me voy sumergiendo, ecualizo. Esto es, me aprieto la nariz y trato de echar aire por los oídos para que no duelan por la presión.
En un minuto siento que van a estallar. Paro, subo un poco y vuelvo a ecualizar. Después, continúa el descenso. De a poco va quedando arriba el cielo azul, mi corazón palpita como loco mientras me concentro en respirar por la boca.
Cuando la barracuda queda atrás un mundo se abre hacia adelante. Una gigantesca morena asoma su cabeza fuera de su guarida cuando pasamos cerca y le hacemos sombra. Inmensas rocas y corales en forma de árboles esconden decenas de peces de colores. El más bonito es el pez payaso, un pececillo de cinco centímetros de diámetro, color naranja con rayas blancas, que vive entre las anémonas, un animal que se pega a las rocas, pero que por sus tentáculos que se mueven con la corriente parece que fuera una planta.
También hay un gigantesco mero que podría alcanzar para varios días de asado a la parrilla; un pequeñísimo pez vaca, redondo y de color amarillo limón; y unos pececitos color calipso que parecen gozar mientras trato de atraparlos porque vuelven una y otra vez mezclarse entre mis dedos.
Después de tres buceos en profundidad, cuando ya me puedo relajar, hasta sonreír con el regulador en la boca, sólo pienso en la próxima excursión. Sobre todo si éste es el segundo y último día en Pulau Lang Tengah.
Ximena Urrejola
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