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Entre pirañas y serpientes por la selva ecuatoriana

Una semana a bordo del Anakonda, navegando por el río Napo rumbo a la reserva del Yasuni, uno de los sitios de mayor biodiversidad del mundo




El barco navegó hasta el fin de la tarde. El cielo, gris y nuboso desde la mañana, se había despejado apenas lo justo como para que el último sol del día iluminara buena parte de la cubierta superior. Muy lentamente, el Anakonda se fue arrimando a una orilla fangosa en la que tres chicos jugaban con un perro flaco que no cesaba de ladrar y mover la cola. Uno de ellos, una niña con el cabello salvaje como la crin de un caballo, saludó con su mano mientras soltábamos las amarras. Detrás de la ventana de su camarote, una señora le contestó con una sonrisa. Media hora después, casi de repente, la selva se oscureció por completo en una noche sin luna.
Aquella tarde en la que el Anakonda amarró en la orilla fangosa fue la primera de una inolvidable navegación de siete días por el río Napo, la columna vertebral de la región amazónica ecuatoriana. Concebido como un crucero de lujo con capacidad para cuarenta pasajeros, el Anakonda recorre esta zona del oriente de Ecuador en navegaciones de hasta una semana que incluyen desembarcos regulares en la jungla y excursiones complementarias por afluentes del Napo. Muchos de estos desembarcos se realizan en las tierras ribereñas del Yasuni, un área protegida de 9820 kilómetros cuadrados que es considerado uno de los sitios con mayor biodiversidad del mundo y en la que conviven más de 300 especies de anfibios y reptiles, casi 600 tipos de aves y unos 400 de mamíferos. Por eso existen pocos lugares dentro de la cuenca amazónica que resulten más aptos que el Yasuni para ver la naturaleza en estado salvaje.
La navegación de siete días en el Anakonda se inició en las cercanías de Coca, una ciudad amazónica de algo más de 40 mil habitantes a la que había llegado en un vuelo de media hora desde Quito, la capital ecuatoriana. El capitán, un hombre de barba abundante y sonrisa amable, me recibió al llegar al barco con un apretón de manos y me condujo hacia un camarote de la segunda cubierta desde el que podía ver el Napo a través de un enorme ventanal. Después, una vez acomodadas mis cosas en el cuarto, subí al piso superior del barco para observar desde allí la partida del Anakonda en dirección al Yasuni. Acodado sobre una baranda próxima a la proa, apenas si noté que una ligera llovizna empezaba a caer sobre el río. El mal tiempo no cesó hasta el final de la tarde.

La leyenda del delfín

Tras haber pasado la noche amarrado a la orilla, el crucero volvió a ponerse en marcha con las primeras luces del nuevo día. Un breve desayuno de tostadas y frutas tropicales fue el prólogo para la llegada del Anakonda al delta del río Pañayacu, un ecosistema donde abundan los delfines rosados y los monos ardilla. "Ahora vamos a tener que remar un rato", me dijo Rafael, mi guía, invitándome a subir junto a otros cuatro pasajeros a una canoa de madera con la que navegaríamos las aguas muy calmas del Pañayacu.
La humedad y el calor ya se hacían sentir cuando, en una curva pronunciada del río, pudimos ver el lomo inconfundible de un delfín rosado, una especie característica de la región amazónica a la que en muchos lugares los nativos llaman bufeo colorado. Una leyenda de la selva profunda asegura que los bufeos son en realidad duendes que pueden transformarse en gringos para conquistar a mujeres jóvenes y hermosas.
Encantadores, estos gringos visitan a las damas sólo en las noches, ya que al amanecer deben volver a las aguas, hasta que ellas se enamoran perdidamente y en su desesperación por seguir al bufeo se arrojan al río. "Es una belleza", se entusiasmó una australiana tan rubia como alta, parada en la punta del bote y siguiendo con sus binoculares el rumbo del delfín hasta que se perdió en la lejanía. Por un momento pensé que la leyenda se cumpliría, pero para mi secreta desilusión, la mujer no se arrojó al río para ir detrás de los encantos del bufeo.
Luego del Pañayacu, el Anakonda siguió navegando aguas abajo hacia el lago Peñacoya, un sitio invadido de pirañas en el que Rafael nos invitó a zambullirnos. "No es peligroso si uno sabe dónde nadar", me dijo el guía para darme aliento. Casi sin pensarlo, tomé coraje y salté de la canoa en la que habíamos llegado hasta allí, junto con un inglés de piel muy blanca y la australiana rubia de los binoculares. El agua estaba increíblemente cálida, por lo que pronto me olvidé de las pirañas y disfruté casi media hora de un chapuzón inolvidable. Después volvimos al bote y navegamos hasta un rincón del lago en el que pescamos un par de arawanas plateadas, un pez que suele andar cerca de la superficie y que es muy común en la región amazónica. Esa noche, cuando el Anakonda volvió a amarrar en una orilla del Napo, comimos nuestra pesca acompañada por un vino blanco y unas papas amazónicas a las que también se conoce como ñames voladores. Exquisita cena.

Tierra de quechuas

El tercer día de navegación nos llevó hasta un lamedero de loros sobre un pequeño acantilado, sobre el Napo. Estos lamederos son un espectáculo único de la región amazónica y hasta ellos llegan cientos de loritos para comer arcilla que les sirve para eliminar las toxinas que se acomodan en su estómago tras su alimentación básica de frutas ácidas. "Los loros sólo vienen a estos lamederos en la mañana, bien temprano, porque cuando levanta el calor vuelven a esconderse entre los árboles", explicó Rafael, que luego nos llevó por un sendero barroso hasta el corazón de una comunidad de quechuas, la etnia más numerosa de cuantas habitan la región de la Amazonia, en el oriente ecuatoriano. "Se calcula que en esta zona de Ecuador hay más de 60.000 quechuas, la mayoría asentados en las cercanías del río Napo. Yo soy un quechua, nacido y criado en estas tierras de las que extraemos la comida, las herramientas y las medicinas que durante muchos siglos hemos necesitado para subsistir", dijo con evidente orgullo Rafael, mientras llegábamos a una zona de chozas de techos altos en las que varias mujeres tejían bolsos, manillas y cinturones.

El Yasuni

El primer contacto con el Yasuni lo tuvimos en la mañana del cuarto día de nuestro rumbo por el Napo. Bajo un cielo oscuro que amenazaba un aguacero bíblico desembarcamos en un lugar de manzanos y ceibos por el que serpenteaba una minúscula huella invadida de hojas y troncos caídos. Colgando de una rama nos encontramos de repente con una boa que parecía amenazarnos con su lengua bífida y a la que ametrallé varias veces con el flash de mi cámara. Después fue el turno de varios monos ardilla que se descolgaban desde lo alto de unos árboles y, finalmente, me entretuve sacando fotos a una araña pollito que tejía su red en la madera hueca de lo que creí era una palmera seca.
De regreso al Anakonda comenzó a llover con furia tropical. Pasamos la tarde dentro del barco y en la noche, cuando ya hacía un buen rato que la tormenta había calmado, salimos con unas canoas a orillar la costa en busca de caimanes. "En la oscuridad, sus ojos destellan como focos amarillos", nos anticipó Rafael. Enseguida después comenzamos a descubrir caimanes de todo tipo, algunos pequeños, algunos grandes, que se asomaban apenas sobre la superficie y permanecían inmóviles hasta que el bote se acercaba. Luego, con un movimiento muy rápido y apenas salpicando agua, se sumergían para desaparecer de nuestra vista. Aquel no fue nuestro único contacto con caimanes, sino que en la tarde del día siguiente volvimos a encontrarnos con decenas de ellos durante una navegación por una zona de lagunas de aguas negras cercana a la frontera entre Ecuador y Perú.
"Hemos llegado al corazón del Yasuni, nuestro punto más lejano del recorrido", informó el capitán cuando llegamos allí. A partir de esas lagunas de aguas negras empezaría el retorno río arriba hacia nuestro lugar de partida.
Desde la frontera, en el camino de regreso, la navegación del Anakonda se hizo más rápida. En el sexto día exploramos unos islotes de arena formados sobre el cauce del Napo en los que vimos decenas de monos, y en el séptimo desembarcamos en la Reserva Biológica de Limoncocha donde nos subimos a un altísimo ceibo de casi 40 metros, en cuya parte superior hay instalada una plataforma de observación. Desde allí arriba fue posible avistar numerosas especies de aves, entre ellas pericos, golondrinas, águilas harpías, guacamayos, tucanes y también varios hoacines, un pájaro de colores muy vistosos al que se conoce popularmente como pava hedionda por el desagradable sabor de su carne.
Esa noche, el crucero se orilló para echar amarras por última vez en el viaje. Esta vez no hubo chicos en la costa ni perros moviendo la cola, sólo un anciano de rostro agrietado que, sentado en un tronco, nos miró durante un muy largo rato hasta que la oscuridad lo borró de la vista. A la mañana siguiente el capitán me volvió a saludar en la cubierta y me estrechó la mano esta vez para despedirme.ß

Datos útiles

Cómo llegar
LAN ofrece dos vuelos diarios de Buenos Aires a Quito, con conexión en Guayaquil y Lima. Tarifas desde 6896 pesos. Desde allí varias compañías aéreas locales vuelan a Coca, entre tres y cuatro veces al día. Reservas en www.lan.com
El crucero Anakonda realiza navegaciones por el río Napo partiendo desde las cercanías de El Coca. Sus programas incluyen itinerarios de tres, cuatro y siete noches. El crucero tiene capacidad para cuarenta pasajeros. Cada cabina suite es de 20 m2, con balcones privados y ventanas panorámicas. Además cuenta con conexión a Internet vía satélite.
Informes y reservas en www.anakondaamazoncruises.com y www.sutrek.org
El viaje más tradicional es el de cuatro noches y sus tarifas son de 1778 dólares para la cabina Standard Suite y 2222 dólares para la cabina Deluxe Suite, por persona y en base doble. Para niños, los valores son de 890 y 1111 dólares. Las tarifas incluyen todas las comidas, las excursiones y los ingresos a las reservas.

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por Redacción OHLALÁ!


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