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Especial del día: museos en su salsa

Restaurantes y cafés de distintas instituciones, cada vez más sofisticados




Por Horacio de Dios
almadevalija@gmail.com
El salón del comedor es el mismo que usaba la familia de John Pierpont Jack Morgan Jr. (1867-1943), banquero y filántropo. Es más que elegante, con vajilla de lujo y abundantes recipientes de plata, con un hogar de mármol haciendo juego. Está en la casa de piedra caliza de color rojo, la aristocrática Brownstone del 225 Madison Avenue y 36th street, a las espaldas de Central Station, en The Morgan Library. El comensal estará frente a las Tres Biblias editadas por Gutenberg que están en la estructura de vidrio diseñada por el arquitecto italiano Renzo Piano al lado del Palacio.
Lo singular de comer en el restaurante de un museo es que uno pueda sentarse a la mesa frente a obras de valor incalculable. Y a un costo accesible. En este caso, el menú degustación de cuatro pasos acompañados con cuatro vinos cuesta 78 dólares más los impuestos y un 20% de propina. Haciendo comparaciones, no es más caro que algunos restos de Buenos Aires u otras grandes ciudades del mundo.
Esto suele ocurrir en museos de calidad internacional donde la gastronomía del mayor nivel no es demasiado cara. Son propuestas para atraer público hacia el maridaje entre el arte y la cocina.
En París, en el restaurante del último piso del nuevo Museo Branly, diseñado por Jean Nouvel (premio Pritzker, equivalente al Nobel), hay un menú simple por 38 euros y uno con champagne a 95, para la noche. El lugar se llama Les Ombres por las sombras que proyecta la Tour Eiffel, que está a sus espaldas, frente al Sena.
Otro sitio de maravilla y de una ubicación inigualable es la terraza del segundo piso en el Museo en las Colinas de Atenas, frente al Partenón. Si bien atienden al mediodía, la gran fiesta es el atardecer del viernes.

En Nueva York

Esa noche debemos agendar en Nueva York la Neue Galerie, especializada en arte austríaco, que tiene dos cafés más que singulares. El principal, que lleva el nombre de Serge Sabarsky, cofundador con Ronald Lauder del museo, y otro mas modesto, el Fledermaus, en el subsuelo. Si le gustan las masas, no piense en la dieta ante el despliegue de strudel y, por supuesto, la Sachertorte. Es un lugar inspirado en la atmósfera de Viena a fin del siglo XIX. La sala, con solo 60 asientos, y un gran piano acompaña un cabaret o reuniones musicales que comienzan a las 19 con un p rix fixe dinner por 65 dólares y una entrada al show por 45. Tampoco es caro, lo difícil es lograr una reserva. Lo que también sucede para el desayuno, que es imperdible antes de pasar a ver los cuadros de Gustav Klint o Egon Schiele.
Siguiendo en Nueva York, que marca el compás en esta estrategia de lugares de cultura con entretenimiento y apuntando a las familias que no quieran gastar demasiado, está el MOMA, que, como la mayoría de los museos, tiene entradas caras (piense en 20 dólares). En cambio, para tomar algo ofrece cafés, terrazas, cafeterías y hasta un laboratorio del gelato en el parque de esculturas a precios bajos. Salvo The Modern, del chef Gabriel Kreuther, con su gran comedor. Pero tiene un bar al lado para comer o tomar algo de manera informal y económica.

Martinis en la terraza

En el Metropolitan, además de una gran variedad de posibilidades para atender el estómago durante una visita extenuante, le agregan un lugar excepcional, que es el Roof Garden Café y Martini Bar. Indicado para un cóctel y saladitos frente al corazón arbolado del Central Park. Eso si el tiempo es bueno, porque en invierno lo cierran. Se usa generalmente para inauguraciones con personalidades del arte, una excusa para mirar y ser visto pagando menos que en la calle. Es una terracita pequeña y no es fácil llegar a menos que uno suba por el ascensor hasta el quinto piso y no sea tímido para ir preguntando entre las galerías de esculturas europeas.
A pocas cuadras, sobre la misma Quinta Avenida y la calle 105, está el Museo del Barrio, inclinado a la cultura latinoamericana en general y puertorriqueña en particular. En el café, que atiende los siete días de la semana desde el desayuno, hay 120 mesas para degustar un panorama multicultural culinario que hace juego con sus colecciones. Por supuesto hay empanadas, cebiche, tacos y más, con el propio estilo de cada país. Y el personal habla castellano.
En Madrid ahora la cita de sus museos en los viernes está en el reabierto El Mirador del Thyssen, por las noches. La vista mira al Prado y los Jerónimos y la carta es más que tentadora. Por ejemplo, de entrada jamón de bellota con denominación de origen y, de principal, mollejas con cigalas con guarnición de cebolla trufada. Y a un precio razonable hablando en euros.

De vuelta a casa

En Buenos Aires, también ahora se están multiplicando buenos ejemplos en esto de comer en museos. Nada es más grato que recorrer una muestra sin apuro, luego un tente en pie. En La Boca, a metros de Caminito, está la Fundación Proa (actualmente, con una muestra homenaje a Petrona C. de Gandulfo por Alfredo Arias), con un café de vista espectacular al Riachuelo para almorzar con un menú original.
En Palermo, el Museo Sívori cuenta con su confitería entre los jardines de esculturas. Con otras particularidades, en el Palacio Errázuriz está el acogedor Croque Madame, que sigue la línea del pabellón de caza en Versalles que inspiro al Museo de Arte Decorativo. Y, siempre en el mismo barrio, el Malba se suma a la tendencia con el Café des Arts, y el toque francés de Michel Nauleau (mesas afuera, si el tiempo acompaña) con vista al parque.
En Puerto Madero, pegado al Museo Fortabat y sus extraordinarias obras de arte argentino e internacional (Pieter Brueghel, Andy Warhol, Carlos Alonso, Antonio Bernie, etcétera) está el restaurante La Colección con la cocina de autor de Darío Gualtieri.

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