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Espiritualidad y exotismo en Etiopía

Desconocido para muchos, en el país se destacan las antiguas iglesias excavadas en las rocas de Lalibela y los paisajes montañosos de Tigray




Muchos etíopes lucen una cruz ortodoxa tatuada en alguna parte del cuerpo, a menudo en la frente. Es una de las muchas profesiones de fe de un país profundamente arraigado en la identidad cristiana desde el siglo IV. Como lo son también las maravillosas iglesias excavadas en la roca de la ciudad de Lalibela y de la región de Tigray, o los íconos ortodoxos presentes en casas y tiendas.
Afortunadamente, esta profunda religiosidad no ha dado lugar a una cultura fundamentalista, tampoco en entre su minoría musulmana, y los etíopes son un pueblo abierto y hospitalario con los visitantes de otras culturas.
La mayoría de turistas que visita Etiopía –al norte de Kenya, en el oriente africano– opta por realizar una ruta por las principales ciudades y regiones del norte del país, que constituyeron el corazón de uno de los grandes imperios del mundo antiguo, descrito ya en los jeroglíficos del Egipto de los faraones. Tanto en los itinerarios de los mochileros como en los de los tours organizados hay un destino imprescindible: Lalibela. Esta pequeña ciudad, a 2500 metros de altura y con vistas a un precioso valle, debe su nombre al devoto rey Lalibela, que en el siglo XII decidió crear una nueva Jerusalén en África. El monarca contrató a los mejores artistas y arquitectos de la época e hizo construir un complejo de doce iglesias excavadas en la roca que merecen un destacado lugar entre las más espectaculares edificaciones de Patrimonio de la Humanidad.
El recinto constituye un centro de peregrinación para los fieles etíopes, y hay que visitarlo al amanecer para imbuirse de la espiritualidad del lugar. Con los primeros rayos del día, las calles de la ciudad se llenan de peregrinos que caminan despacio, en un absoluto silencio, hacia las iglesias. Tan sólo se oyen sus pasos y el tintineo de las gotas de lluvia al golpear los tejados de hojalata de humildes casuchas. La mayoría de los hombres están ataviados con un turbán, mientras que las mujeres se cubren la cabeza con un chal de un blanco impoluto.
Conscientes de la maravilla artística que atesoran, los clérigos triplicaron el precio de la entrada a los turistas hace unos meses. De cerca de 15 dólares ha pasado a 50. "Es un abuso. El sindicato de guías turísticos hemos iniciado una campaña para pedir al gobierno que presiona a la Iglesia para que retire el aumento", explica apesadumbrado Benjamin, un orondo licenciado en Bellas Artes nacido en Lalibela. La codicia de los religiosos es vista como una ofensa a la tradicional hospitalidad del pueblo etíope.
Al haber sido un país aislado del mundo durante la brutal dictadura comunista del presidente Mengistu, que colapsó en 1991, los etíopes sienten una gran curiosidad por los extranjeros. Los niños saludan con entusiasmo y se quieren fotografiar con los franji –una palabra derivada de franco y que significa occidental–. Sin embargo, la comunicación con los locales no es fácil. Pocos etíopes hablan idiomas extranjeros, y la generación que vivió y se educó bajo la ocupación italiana prácticamente desapareció. La huella colonial es aún visible en los edificios de estilo futurista construidos por Mussolini y en la gastronomía, donde la fusión de la cocina italiana y la autóctona ha dado lugar a originales platos de pasta. Lo que no fueron capaces de exportar los colonialistas italianos fue la convención de que el nuevo día empieza a medianoche. País orgulloso de su especificidad cultural, el nuevo día empieza aquí con la salida del sol. Es entonces cuando los relojes marcan las 12, mientras que en los países vecinos señalan las 6 de la madrugada.
Ya dentro del recinto, una hilera de mujeres reza de pie frente a la majestuosa iglesia de San Jorge. Se besan la mano y tocan la pared rojiza. Delante de la entrada, un grupo de monjes, algunos de pie con un paraguas y otros sentados en una alfombra, canta un monótono rezo. La belleza de las iglesias es cautivadora por su sencillez, el color de sus muros externos y sus elegantes ventanas en forma de arco. También por sus grabados en la piedra de cruces de diversas formas. Una atrae especialmente la atención de las cámaras. Es una cruz gamada, igualita a la nazi, que recuerda que Hitler tomó prestado para su partido el símbolo de antiguas civilizaciones. No me arrepiento de haberme rascado el bolsillo.
Al estar excavados los templos en la tierra, y su entrada a varios metros de profundidad, el entero complejo se encuentra sumido en la penumbra. Dentro de cada una de las iglesias se celebra una misa. A excepción de los más ancianos, los creyentes están de pie y apoyan su pecho en un largo bastón de un 1,5 metros. Sin su ayuda, difícilmente podrían aguantar de pie las cinco o seis horas que dura habitualmente la ceremonia. Me siento en el suelo y cierro los ojos, dejando que me invada una sensación de paz contagiosa. No soy el único. El poder de la atmósfera sacra del lugar es tal que incluso los turistas más jóvenes, un grupo de adolescentes, se abstienen de realizar comentarios o bromear entre ellos.
Templos perdidos
Al norte de Lalibela se halla la escarpada región de Tigray, famosa por sus misteriosas y recónditas iglesias, también excavadas en la roca. Más sencillos en su arquitectura, y probablemente más antiguos, el centenar de pequeños templos de la zona fueron construidos en rincones remotos de las montañas para evitar su destrucción a manos de los reinos vecinos infieles. Tanto es así que la mayoría no fueron revelados al conocimiento de Occidente hasta 1966. Para poder hallarlos y visitarlos es necesario contratar algún guía profesional en la ciudad de Mekele. En cambio, las ciudades históricas del país se pueden visitar de manera independiente, con la ayuda de una buena guía y un poco de paciencia.
Uno de los encantos de Tigray son sus hermosos paisajes montañosos, que en agosto, plena temporada de lluvias tropicales, adquieren un color verde intenso. Para poder disfrutarlos me quedo a dormir en una humilde posada al borde de un acantilado. Sin electricidad ni agua corriente y con un asno como único medio de transporte, es un lugar ideal para alejarse del mundanal ruido de la ciudad. La vida en estas remotas aldeas es dura, desprovista de cualquier comodidad, compensada por los lugareños por un fuerte sentido de solidaridad. A pesar de su pobreza insisten en invitar al visitante una taza del delicioso café etíope, que la tradición aconseja servir acompañado de pochoclos.
Mi pereza matutina me impide llegar antes de que acabe la misa diaria. En la entrada de la diminuta iglesia del pueblo, que conserva unos preciosos frescos de un tiempo inmemorial, los feligreses comen y conversan. Uno me ofrece sumarme al ágape, pero ya desayuné fuerte. "Al menos tienes que probar su cerveza, que ellos mismos destilan aquí. Está realmente buena", dice Bini, mi dicharachero y enjuto guía. En un arranque de inconsciencia le echo un trago. Sin duda, el sabor es curioso.
La festividad religiosa anual más célebre del país no tiene lugar ni en Labibela ni en Tigray, sino en Gondar, la capital de Etiopía durante la era medieval. Se trata del Timkat, la celebración de la Epifanía según la Iglesia Ortodoxa. Cada año, en enero, miles de personas venidas de todos los rincones del mundo recrean el bautismo de Jesucristo en el río Jordán lanzándose al agua en los baños de Fasilides, una enorme piscina construida hace casi cinco siglos. Fiesta llena de color y sentimiento, es una de las grandes atracciones turísticas de este país africano.
Durante buena parte de su historia moderna, Etiopía ha sido un reino cristiano en combate con las tribus animistas del sur y los emiratos musulmanes del este. Sin embargo, estas grupos, constituidos en minorías religiosas, bien integrados en la Etiopía multicultural de hoy, forman un auténtico crisol de noventa lenguas y cerca de una decena de cultos. Tras la última reforma de la Constitución, todas las lenguas tienen un mismo rango legal, si bien el idioma amárico se utiliza como lengua común por tradición histórica y peso demográfico. La armoniosa convivencia de todos estos grupos lingüísticos y religiosos constituye todo un ejemplo en un mundo sacudido por los conflictos étnicos que ha sido reconocido por las Naciones Unidas.
Los musulmanes etíopes, que representan un tercio de la población, comparten con sus compatriotas cristianos una profunda fe religiosa. No en vano, la ciudad de Harar, en la franja más oriental del país, está considerada la capital espiritual del islam en el Cuerno de África, la región que abarca también Somalia, Eritrea y Djibuti. Y es que la histórica ciudad atesora la más alta concentración de mezquitas del mundo por metro cuadrado. Afortunadamente, el islam etíope tiene poco que ver con el rigorismo practicado al otro lado del Mar Rojo, en Arabia Saudita. Las mujeres llevan los rostros descubiertos y las mezquitas están pintadas con vivos colores.
Además de sus únicos templos y del centenar de tumbas y mausoleos de hombres santos, el verdadero encanto de Harar es poder deambular por el laberinto que forman las estrechas callejuelas de su abigarrado casco antiguo, salpicado por animados mercados al aire libre. Quizá fue su colorido, su tolerancia o los olores de especias que atrajeron al célebre poeta simbolista francés Arthur Rimbaud que pasó siete años de su vida en Harar. Su vivienda es uno de las principales atracciones de la urbe, junto con la cena de las hienas. Siguiendo una vieja tradición, una familia de carniceros reúne cada noche a decenas de curiosos en un descampado de las afueras mientras da de comer restos de carne a una manada de hienas. A cambio de una propina, los visitantes pueden también alimentar a las fieras, que arrancan de un bocado el pedazo de carne colocado en la punta de un corto palo de unos 30 centímetros. Una buena dosis de adrenalina para concluir un viaje espiritual.

Datos útiles

Sugerencias. La mejor época es octubre y noviembre, cuando termina la temporada de lluvias, pero los paisajes aún conservan un verde intenso. Durante el verano (julio-agosto) llevar ropa impermeable, ya que es habitual que se descargue al menos una tormenta al día. Durante este período, algunos destinos son imposibles de visitar, como los picos más elevados de las montañas de Simien, la depresión del Danakil y el volcán Erta Ale.
La capital, Addis Abeba. De construcción moderna y afectada por chabolismo, la capital de Etiopía no tiene ningún interés turístico, más allá de la visita al Museo Nacional de Etiopía, donde se exhiben los restos de australopithecus más antiguos del mundo. Si por cuestiones logísticas se dispone de un día en la capital, es recomendable hacer una excursión de día al precioso lago Wenchi, en el cráter de un antiguo volcán, a unos 50 km de la capital.
Las carreteras son bastante malas y el avión es el mejor medio de transporte para distancias medias o largas, sobre todo si no se cuenta con muchos días. Es mejor comprar los billetes de avión internos desde el propio país. Su precio, alrededor de unos 70 dólares, es un tercio del pagado desde el extranjero.
Gastronomía. La cocina etíope es sabrosa y auténtica. Su plato más conocido es el engera, una masa circular hecha de cereales donde se colocan ingredientes a gusto del comensal, carne, vegetales o el shero, una deliciosa salsa de garbanzos y manteca. Entre los restaurantes de cocina etíope más recomendables figura el Lucy en Addis Abeba, el Four Sisters en Gondar, el Ras Hotel en Harar y el Mountain View Hotel en Lalibela.

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