

VILNA, Lituania (The Sunday Times).- Siete años atrás, viajar al Báltico era sólo posible contratando algún tour oficial y dejándose llevar de una estatua de Lenin a otra por un guía de Intourist , cuya cháchara tediosa discurría entre estadísticas falsas sobre el crecimiento de la producción de tractores y el éxito en la cosecha de la papa. Desde luego, hace siete años, Estonia, Letonia y Lituania -que, pese a su proximidad, hablan idiomas diferentes y su cultura e historia son completamente distintas- no eran, en realidad, ni siquiera Estados, sino meros integrantes renuentes de la ex Unión Soviética.
Si la historia de estas tres naciones vecinas tiene un tema recurrente, es precisamente el de haber compartido un destino atroz. Los tres pequeños países fueron atacados por Dinamarca, Suecia, Polonia, Alemania, Rusia e incluso Japón, cuya marina bombardeó el puerto estonio de Parnu mientras estaba en guerra con Rusia en 1905. Pese a todo esto, a comienzos de la década del 20, Estonia, Letonia y Lituania habían logrado su independencia. Pero ésta no duró demasiado.
En 1939, la ex Unión Soviética y Alemania firmaron el Pacto Molotov-Ribbentrop, por el cual se repartieron Europa del Este entre ellos. La URSS se quedó con las tres flamantes naciones, a las que invadió en 1940. Sumado a tres años de barbarismos durante la ocupación alemana durante la Segunda Guerra Mundial, los países bálticos estuvieron gobernados por Moscú durante los últimos 50 años.
En la actualidad, es prácticamente imperceptible. La iconografía rusa, aún visible, se desvanece. Las largas y agobiadoras filas ahora se forman frente a las discotecas, al igual que en Londres o cualquier otra ciudad de Occidente.
La primera vez que visité los países bálticos, en 1993, en forma independiente, tuve la misma sensación -o más aún- que si hubiese descendido de un OVNI en un traje plateado y pedido que me conduzcan hacia su líder. Esta vez, había hoteles habitables, oficinas de turismo y servicios de ómnibus que funcionaban, más o menos, a horario. En 1993, fui objeto de la curiosidad en cada bar o café que entraba por el vaquero, la campera y las botas que llevaba puestos; esta vez, vestía igual que ellos.
Estonia
- Capital: Tallin.
- Población: 1,5 millón.
- A su favor: el meticulosamente preservado casco antiguo de la ciudad de Tallin; la cercanía de la tranquilidad soporífera de las islas del Este; el modo en el que el país ha cambiado casi por completo según los cánones de cortesía escandinavos de orden y eficiencia.
- En contra: el hecho de que la cortesía, la eficiencia y el orden rayan a veces en la monotonía y, además, el café es horrible.
Cuando intento pagarle al taxista que me trae desde el aeropuerto de Tallín hasta el hotel, aquel comienza a darle golpes al taxímetro con gran irritación. Al parecer, hay algún problema.
"Imposible", dice al señalar el total.
Ya oí lo mismo antes. Todo crápula, oportunista o desgraciado que no logra ser elegido en Europa del Este, maneja un taxi. El chofer no habla mucho inglés, pero se las ingenia para hacerse entender. Explica que el taxímetro se debe de haber descompuesto. La tarifa no podía ser esa.
-¿Cómo?
"Imposible", dice nuevamente, y me ofrece pagar la mitad de la tarifa indicada, y rechaza cualquier amague de propina.
Los días siguientes abundaron en viñetas similares, como si Estonia se hubiese embarcado en una especie de cruzada para convertirse en el país más cortés del planeta.
La placidez esencial de Estonia es el resultado de quizá la revolución más aburrida que jamás haya existido. A medida que el país se aproximaba a su independencia a fines de la década del 80, no se atacó ninguna Bastilla. Por momentos parecía que se pondría interesante en 1992, cuando las primeras elecciones independientes restituyeron un gobierno lleno de gente joven -la primera ministra, Mart Laar, tenía 32 años -, pero que resultó ser la clase de muchachos que siempre habían terminado sus deberes el viernes por la tarde; los dirigentes más decadentes y jóvenes de Estonia operaban desde lo que probablemente sea el único Parlamento de color más chillón del mundo.
Esta llamativa sede de gobierno se alza frente a la imponente catedral ortodoxa rusa del siglo XIX Alexandr Nevsky, en la calle Toompea, la colina en torno de la cual se congregan los edificios del casco antiguo de la ciudad. Esta maravilla medieval, muy bien conservada, poco ha cambiado en los últimos seis siglos. Las calles empedradas, cuyo trazado bien podría haber sido dictado por una araña ebria, son tan intrincadas que resulta imposible hacer el mismo camino dos veces en un día, puesto que cada paso ofrece perspectivas diferentes.
Las ondulantes avenidas están atestadas de cosas espléndidas e inútiles, como bares, cafés y restaurantes, aunque es una vergüenza que en esta sociedad de cafés y ocio no sirvan un café como la gente. Esto indica que unas buenas máquinas de café expreso constituiría un logro incalculable.
Para tener una idea de lo mucho que se ha hecho, y de lo mucho que resta por hacer en Estonia, basta con tomar el tren a Paldiski, a aproximadamente una hora al Oeste de Tallin. Bajo el régimen soviético, Paldiski era una base submarina nuclear, hogar de 109.000 militares. Los últimos se retiraron en 1993, llevándose consigo todo tipo de razón significativa de la existencia de Paldiski, y dejando por detrás una ciudad fantasma de 4000 almas, la mayoría, sin empleo. El pueblo consiste ahora en sólo escombros, de los enormes edificios de construcción barata que las autoridades estonias no han terminado de derrumbar.
Niños y perros juegan en las moles desiertas que aguardan su demolición; los hombres barbados se detienen en las esquinas, en silencio, como si participaran de un concurso para dejarse crecer la barba. Paldiski es un cementerio.
{p20f1d.jpg|Regina Buloviene, de 35 años, cuida sus ovejas en los campos de Lituania, mientras ansía tener libertad para trabajar, hablar, viajar y soñar|Allison W. Smith/KRT|}
El gobierno soviético tuvo una influencia aún mayor en las islas occidentales de Estonia, las bloquearon por completo, hasta el punto que los propios estonios necesitaban permisos especiales para poder visitarlas. Entre 1944 y 1991, éstas eran las fronteras occidentales de la Unión Soviética y, como tal, estaban festoneadas por pistas de aterrizaje, baterías de misiles y radares de control. La única manera de que un extranjero visitara el lugar era en paracaídas. Ahora todo es accesible en ómnibus y ferry, y las islas, en su totalidad, ofrecen una vista de Europa que podría estar destinada a textos de historia y a postales para portadas de cajas de chocolate. Saaremaa, la más grande, es de una serenidad bucólica de película.
Le dediqué un día; me condujo Katrin, un guía de la Oficina de Turismo de la localidad más importante de Saaremaa, Kuressaare, una aldea de antiguas casas de madera y edificios públicos de piedra, adormecidos al pie de un magnífico castillo del siglo XIV.
Como cualquier otra ciudad del Báltico, su vida nocturna se centra en torno de un pub irlandés (ya dejó de sorprenderme encontrarlos en lugares absurdos), pero comparada con el resto de Saaremaa, Kuressaare es Hong Kong. A medida que recorríamos la isla, los cafés abrían cuando nos acercábamos y cerraban por detrás cuando nos íbamos. Katrin me aseguró que todo tiene más vida en los meses de verano, cuando el influjo de turistas del continente y de Finlandia multiplica la población de la isla.
Esparcidas por toda Saaremaa hay varias iglesias antiguas que ilustran la historia religiosa de Estonia. Construidas por los católicos y luego adoptadas por los luteranos, algunas están también decoradas con frescos antiquísimos que revelan símbolos del paganismo, que floreció en el Báltico hasta el siglo XIII. Saaremaa hace alarde también de sus varios molinos antiguos de madera, un par de ellos han sido decorados imitando una pareja grotesca de ancianos. Por razones que nadie al parecer conoce, existe una misteriosa tradición en la que las parejas de recién casados depositan piedras con sus nombres inscriptos, a los pies de la mujer.
Letonia
- Capital: Riga.
- Población: 2,6 millones.
- A su favor: otra antigua ciudad muy bien conservada, quizá más imponente; con el museo del automotor más extraño del mundo.
- En contra: el transporte público; la comida, y la persistente atmósfera del régimen soviético.
Que Estonia, Letonia y Lituania son antagónicas pese a su cercanía es obvio en cuanto se desciende del ómnibus en Riga. En Estonia, las estaciones de ómnibus y trenes se aproximan a los estándares de orden escandinavos.
En cambio, la estación de Riga es una pocilga, guarida de carteristas, mendigos y alcohólicos, donde acechan taxistas en chatarras soviéticas para pedir precios ridículamente inflados. Sin embargo, el servicio de ómnibus es excelente.
La ciudad antigua de Riga es tan espléndida y atractiva como lo podría ser un campo de batalla. Tallin es una postal, pero no se puede decir lo mismo de Riga. La arquitectura de la ciudad es oprimente. El principal punto turístico es el Monumento a la Libertad, un alto pilar de cemento custodiado por guardias que, pese a aparentar ser definitivamente estalinista en su estilo, fue construido durante la independencia de Letonia en la década de 1930.
Los edificios de la ciudad antigua son del estilo del art nouveau teutónico semejante a una torta de bodas, que forman estacas austeras en torno de iglesias aun más imponentes.
El Dom es el templo de mayor veneración de todos los Estados bálticos, y uno de los más grandes del planeta, aproximadamente 200 metros de altura por 50 metros, con un órgano que cuenta con cerca de 7000 tubos (piadosamente en silencio durante mi visita).
La cercana iglesia de San Pedro, cuya torre ofrece una vista vertiginosa de toda la ciudad antigua, es poco menos que un leviatán.
El principal encanto de Riga yace fuera de la ciudad antigua, a kilómetros de distancia, hacia el Norte.
Obviamente, diré cosas agradables sobre el museo letón del automotor, porque, después de todo, está repleto de vehículos antiguos y, además, soy hombre, pero esta colección es especial. Las principales piezas son reliquias del régimen anterior.
Estas incluyen el jeep Mercedes-Benz kaki, modelo único, que perteneció a Erich Honecker, en el que el dictador de Alemania del Este solía ir a cazar antílopes, presumiblemente para distraerse un poco después de una semana de mucho stress ordenando la ejecución de personas.
Un cartel próximo al vehículo recuerda: "Honecker se acomodó plácidamente en el asiento suave y cazó animales salvajes por última vez en septiembre de 1989", poco antes de la caída del Muro de Berlín.
Junto al Mercedes de Honecker se encuentran los restos del Rolls-Royce negro en el que Leonid Brezhnev se desvió de un desfile oficial y embistió un camión, en Moscú, en 1980.
Detrás de la rueda del Roller destrozado hay una figura de cera que representa a la primera secretaria sorprendida, que parece Denis Healey en medio de un tratamiento bucal.
De regreso en la ciudad antigua de Riga, un museo más tradicional y menos divertido documenta las luchas de Letonia por recuperar su identidad durante este siglo.
El Museo de Letonia Ocupada es conmovedor e informativo, aunque el tono estridentemente y antisoviético, si bien es comprensible, inquieta en un país donde un tercio de la población es rusa y el ruso se habla tanto como el letón.
De regreso a la estación de ómnibus, la extraordinaria feria de Riga es un curso imperdible de obstáculos para los sentidos.
Cada uno de los seis hangares de zeppelines de la Primera Guerra Mundial alberga puestos que venden un tipo de producto en particular: carne en uno, fruta en otro, pan en el siguiente. El queso y el pescado, en especial, son los más preciados y más difíciles de conseguir.
Lituania
- Capital: Vilna.
- Población: 3,5 millones.
- A su favor: la capital más económica.
- En contra: nada en absoluto.
Vilna, la elegante y personal ciudad capitalina, bien podría llamarse la nueva Praga.
Sus calles y callejuelas deberían estar atestadas de cuadrillas armadas con prácticas cámaras fotográficas, maravilladas ante la arquitectura que le legaron los sucesivos reinados de duques imperiales, reyes polacos y zares rusos.
Vilna es el tesoro más profundo y desconcertante del Viejo Continente. La iglesia del siglo XVII de San Pedro y San Pablo, a pasos del centro de la ciudad, situada junto al río Neri, es, en mi opinión, la más hermosa de toda Europa.
Más de dos mil figuras blancas estucadas, adheridas a las paredes y pendientes del techo, proyectando sombras infinitamente sutiles con los rayos de sol que se desplazan a través de las ventanas en la cúpula.
Si fuese Italia, las filas que se formarían para ingresar llegarían a Varsovia. Mi única compañía era una anciana con un pañuelo en la cabeza y un balde con un trapo en la mano, fregando el piso por donde había pasado.
Además de sus copiosas y magníficas reliquias de eras pasadas, Vilnus es también la capital más vibrante del Báltico. Por cierto, su modernidad va a los extremos más excéntricos.
Hay un bar llamado Nato´s, decorado con uniformes y cubiertas de misiles, donde el menú describe delicias como Restos de Partisano (oreja de cerdo hervida y ahumada) y Soporte de Partisano (patas de cerdo), al igual que inevitables cócteles Molotov. Otro bar, el Naktinis Vilkas, está decorado con obra de arte soviética descartada, y con baños donde, al activar la descarga del inodoro, se oyen discursos de Brezhnev.
Lo más extraño de esto es un monumento en bronce de cuatro metros de altura en memoria del fallecido cantante de rock norteamericano Frank Zappa, erigido en un estacionamiento sobre una calle del perímetro de la ciudad.
Frank Zappa, al que ampliamente se lo conocía por ser más loco que una cabra, y cuya carrera discográfica alternaba entre una fusión oscura de jazz y rock, y novedosos hits con títulos como Don´t eat the yellow snow " (No comas la nieve amarilla), y quien llamó a sus hijos Dweezil y Moon Unit (Unidad lunar), hubiese sabido apreciar la incongruencia de este tributo.
Si el sentido del humor dadaísta más débil que ahora se filtra en Vilna llama la atención, vale la pena recordar que es también la ciudad con más cicatrices de todo el siglo.
Lamentablemente, pocos rastros quedan de lo que en una época fue el centro mundial de la cultura judía: sólo museos y monumentos de una ciudad cuya población fue mitad semita (el 94 por ciento de la población judía de Lituania fue asesinada en la Segunda Guerra Mundial).
El cementerio de Antakalnis, a pasos de la iglesia de San Pedro y San Pablo, contiene las tumbas de los manifestantes avasallados por los tanques soviéticos cuando Mikhail Gorbachov intentó reprimir el floreciente movimiento independentista de enero de 1991.
Lo que era un centro de picnics muy concurrido en el Parque Tuskulenai, en 1994 se descubrió que era el lugar de descanso de 800 partisanos asesinados por la KGB 50 años atrás.
En la avenida Gediminas, la arteria principal de la ciudad antigua, la prisión subterránea del ex edificio de la KGB se ha abierto como el Museo del Genocidio del Pueblo Lituano, y el personal está formado por ex reclusos. Los disidentes fueron torturados en sus celdas en 1990.
Por fortuna, la geografía de Vilna da cuenta de un final feliz. Camino al aeropuerto, le pedí al chofer que se detuviera frente a un depósito que no tenía nada fuera de lo común.
Atravesé la puerta principal, saludé con la cabeza al personal que seguramente estaba acostumbrado a recibir aluviones de turistas, pese a que no hay ningún tipo de señal o cartel formal que indique el lugar, caminé por un pasillo y salí a un patio cubierto de malezas.
Allí, boca arriba, como recién derribadas, yacían las estatuas de Lenin y Stalin junto con otros valores del comunismo local, que en una época presidían las plazas y los bulevares de las grandes ciudades europeas y que terminaron, literalmente, en la basura.
Andrew Mueller
(Traducción de Andrea Arko)
(Traducción de Andrea Arko)
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