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Fiesta pagana alrededor de medianoche

Por Alberto Migré




Como dijo Arturo Capdevila, los viajes que más me interesan son los que me ayudan a vivir, aquellos que realizo al fondo de mi alma. En este mundo loco y psicótico en que vivimos hoy, éstos son los viajes que todavía me permiten mantener la cordura.
Algo muy difícil para una generación como la mía, que fue preparada para un mundo totalmente diferente del de ahora, donde la vida era completamente otra; lo que era lindo, hoy es feo; lo que era rápido, hoy es lento. Todo es un lío.
Por lo pronto, creo que hay que impedir que el sistema nos haga sentir marginados o fracasados y hay que buscar el propio orden como el que esquiva autos al cruzar la calle a media cuadra.

Día de los Muertos

Así, en noviembre de 1999, Valentín Pilstein -director de novelas comerciales de Televisa- me invitó a ir a México para dirigir una novela que comenzaría el Día de los Santos y los Muertos. Como el libro empezaba justamente ese día, apenas pisé la capital pusieron un coche a mi disposición para que diera un paseo y conociera los entretelones de la fecha en los suburbios.
El viaje duró cuarenta y cinco minutos. Todavía no habíamos salido de la ciudad cuando el chofer detuvo el coche y dijo que habíamos llegado. No me dieron tiempo a nada, y en cuanto quise darme cuenta me encontraba en una calle desolada y oscura, apenas iluminada por un farol de mala muerte. Parecía una ensoñación.
Era alrededor de medianoche, y bajo el cielo turbio del D.F. se distinguía un paredón muy alto y una grada de madera recostada a lo largo. Bajé del vehículo, subí las escalinatas y asomé la cabeza. Del otro lado del muro se extendía un cementerio, y desparramada entre sus lápidas una verdadera fiesta pagana como nunca volví a ver en mi vida.
Las lápidas estaban cubiertas por manteles, y a su alrededor más de cien personas comían y se emborrachaban junto a sus muertos iluminados por la luz de las velas. Había mariachis, tocaban el guitarrón, cantaban y bailaban. Los chicos se paseaban con calaveritas que estiraban a los visitantes para que les dieran dinero: Para el muertito, para el muertito , decían.
Yo estaba desconcertado, no sabía si se trataba de una ceremonia religiosa o era una falta de respeto hacia los muertos. Así que me deslicé entre las lápidas y me infiltré en la fiesta. Algo raro, muy extraño. Una romería. Las calles internas se iban angostando y aparecían personajes con calaveras en la cara, otros disfrazados con capas o sombreros, como en un carnaval.
La escena transcurría en el límite borroso que hay entre la alegría y el dolor. Y hasta hoy no encontré las palabras para describir el desconcierto, el asombro y finalmente la profunda conmoción que me produjo.
Porque nadie estaba ahí rezando, lamentándose o llorando por sus muertos. Todo lo contrario, estaban muy contentos y compartían con ellos su alegría.
Alberto Migré es autor y director del ciclo de radioteatro Permiso para Imaginar , que los sábados a las 20.30 se emite con estructura de unitarios por la Once Diez (Radio Ciudad).

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