Galápagos, el refugio natural que lucha por preservarse
En el Pacífico, a mil kilómetros de las costas ecuatorianas, el archipiélago famoso por sus tortugas gigantes es también un fascinante y raro caso de conservación, a prueba, incluso, de la industria turística
4 de junio de 2017
Créditos: Fernando Dvoskin/Lugares
E l primer vistazo ya es toda una declaración de principios. Cuando desde la ventanilla del avión comienzan a divisarse las instalaciones del aeropuerto de Baltra, uno de los dos que recibe vuelos desde el continente, el comité de bienvenida a las Islas Galápagos se distingue perfectamente formado. No se trata de una guardia militar ni de una banda de música folklórica. En Baltra, a los visitantes los esperan tres molinos de viento de última generación.
Desde siempre, las Galápagos estuvieron rodeadas de un aura experimental casi mitológica. Situadas en medio del océano Pacífico, a mil kilómetros de distancia de las costas ecuatorianas, la activa geología volcánica y la soledad han marcado en todos los planos la evolución de este singular archipiélago.
La conjunción de factores conformó un espacio que los primeros exploradores hallaron tan misterioso como fascinante. Por un lado, especies vegetales y animales –muchas de ellas exclusivas del lugar– que quedaron ancladas en el tiempo, en algunos casos sin más depredador natural que el ser humano. Por otro, una población escasa que apenas ocupa de manera permanente cuatro de las quince islas principales y desde siempre ha generado un desarrollo limitado y perezoso, pero que los investigadores actuales encuentran ideal para poner en práctica proyectos que ayuden a preservar lo existente y a garantizar el porvenir.
Cambio de clima
Baltra es un islote plano, pedregoso y reseco, donde al margen de los molinos y la estación área sólo existe otra construcción humana: una planta de energía fotovoltaica. Entre ambas complementan la producción eléctrica que no sólo alimenta el funcionamiento del aeropuerto, sino que enciende también buena parte de las luces de la vecina Santa Cruz, la más poblada de todas las islas. Viento y sol, energía cien por cien renovable. Por ahí pasa hoy una de las apuestas de un espacio como no existe otro en el mundo.
Desembarcar en Galápagos implica mucho más que un cambio radical de clima y de paisaje; es sencillamente trasladarse a otra dimensión, zambullirse en un medio donde todo (o casi todo) está pensado para que la naturaleza continúe siendo la reina. “Le aseguro que esto no cambiará. Nuestros hijos estudian en universidades a distancia o van a Guayaquil o Quito, pero vuelven porque se sienten comprometidos con el objetivo de mantener las islas como lo que son, un refugio natural”, afirma con convicción José Luis, tripulante de una de las múltiples embarcaciones que cada día surcan las aguas para llevar turistas a conocer alguno de los paraísos circundantes.
El 97 por ciento de los 7880 km2 de tierra y los 45000 km2 de agua que componen el archipiélago están declarados Parque Nacional y Reserva Marina, respectivamente, y no pueden ser visitados sin guías oficiales, sin un registro previo, sin cumplir las normas de cuidado extremo para piedras, plantas y animales. Y las normas se cumplen con un alto porcentaje de eficacia.
En los ranchos del corazón de Santa Cruz, la parte alta donde la lluvia dice presente cada día en contraste con la sequedad de las costas, las tortugas gigantes que dieron su nombre al lugar caminan despreocupadas ante los continuos clics de las cámaras de fotos. En Puerto Baquerizo Moreno, San Cristóbal, mandan a su vez los lobos marinos. Ocupan dos playas, una a cada lado de la pequeña ensenada, pero no se conforman sólo con eso. Trepan por las escaleras, toman por asalto el malecón, se tiran a dormir en los bancos o en medio de los estrechos puentes de madera. Nadie los toca, nadie los molesta, aunque a veces haya que pasar literalmente sobre sus cuerpos para continuar la marcha.
La fauna imperturbable
Algo parecido sucede con las iguanas, que aparecen en el rincón más inesperado, ya sea entre las rocas, en la arena o en plena ciudad; con los piqueros de patas azules, las fragatas o los pelícanos. La cercanía humana no los perturba, quizás porque saben que quienes los visitan respetarán a ultranza el sosiego de sus quehaceres cotidianos.
Créditos: Fernando Dvoskin/Lugares
Las encantadoras playas de Tortuga Bay –una Brava, muy amplia, y otra Mansa, más reducida–, se encuentran a dos kilómetros de Puerto Ayora (Santa Cruz), al final de un cuidado sendero de adoquines en cuyo único punto de partida hay una casilla donde es necesario dejar anotados los datos personales. Durante el paseo no se ven cuidadores, ni vigilantes, ni cámaras. La única compañía son las opuntias, enormes cactus propios de las islas.
Tampoco hay cestos para la basura. Sin embargo, a nadie se le ocurre tirar un papel al suelo, mucho menos un plástico o una botella de cristal, y lo mejor es que no se trata de un nivel de cuidado excepcional: el hecho se repite en cada punto del archipiélago. Como si el tórrido aire de Galápagos estuviera impregnado de un elixir mágico y el simple hecho de inhalarlo transformara a los visitantes en fanáticos ecologistas defensores del medio ambiente.
Un desastre ecológico
Cien metros antes de iniciar la caminata rumbo a Tortuga Bay se levanta el moderno edificio del Centro de Información de Energías Renovables (CIER), inaugurado en 2015. Las placas solares recubren el tejado y los cristales de aislamiento térmico atenúan el calor del día para ahorrar los gastos en refrigeración. Su construcción, financiada en parte por Corea del Sur, es una metáfora del modus operandi con el que el archipiélago persigue sus objetivos: colaboración internacional para mantener el entorno lo más impoluto posible.
Si todo tiene una fecha de comienzo, la del 13 de enero de 2001 podría ser la que activó el motor para la definitiva concientización de los responsables del futuro de Galápagos. Aquella noche, el buque petrolero Jessica encalló en la entrada de Puerto Baquerizo Moreno. Transportaba 600 toneladas de diésel y otras tantas de aceites; la mitad de la carga acabó derramada en el mar, afectando a lobos marinos, pingüinos, tortugas, aves, peces y a todo el ecosistema costero de San Cristóbal y otras islas cercanas.
El mayor desastre ecológico de la historia galapagueña fue el punto de partida para el proyecto Cero Combustibles Fósiles, es decir, la transformación del archipiélago en un espacio sustentable sólo con fuentes renovables. Los números indican que ya se ha logrado el 40 por ciento de su cometido, consiguiendo al mismo tiempo una significativa reducción de la emisión de CO2 a la atmósfera.
Energías alternativas
La geografía y la geología brindan múltiples opciones y la idea es aprovecharlas todas, no sólo el viento y el sol. En Floreana (300 habitantes y una extraña y misteriosa historia derivada de su “conquista” por un médico alemán en los años 30 del siglo pasado) funcionan dos plantas de biomasa que extraen la energía de la materia orgánica del aceite de piñón y se espera que la potencia de las mareas y la geotermia sean los próximos en incorporarse al sistema.
Esta última, tal vez la menos conocida y evidente de las variables para obtener energía natural, se explica por sí sola en la cúspide del volcán Sierra Negra, en Isabela. “Metan la mano en ese hueco, sin miedo”, anima Víctor, el guía del Parque Nacional. Uno por uno los participantes de una excursión que requiere de cinco horas de ascenso y descenso bajo el sol a muy pocos kilómetros del Ecuador terrestre, comprueban que el calor proveniente del centro de la Tierra también puede ser una fuente de recursos energéticos.
Créditos: NYT
Con diez kilómetros de diámetro, el cráter del Sierra Negra es el segundo más grande del planeta detrás del Ngorongoro tanzano y tuvo su última erupción en 2005. En su superficie no se aprecian fumarolas –salvo que llueva durante varios días– pero la lava renegrida y la ausencia de vegetación indican que la actividad bulle bajo los pies. A su alrededor y camino del cercano volcán Chico, la variada tonalidad de las piedras configuran un magnífico retrato expresionista realizado en roca viva, pura demostración de un estallido iniciático que irradia su fuerza incontrolable y la pone a disposición de quien quiera y sepa captarla.
En Galápagos, la vida se sumerge despreocupada, con o sin tanque de oxígeno, para asistir al espectáculo submarino de tortugas, tiburones, rayas, lobos marinos, delfines o peces de variedad infinita. Camina con la lenta elegancia de los flamencos rosados en Isabela o Floreana. Dormita gustosa como los lobos marinos o las tortugas.
Pero, sobre todo, se trata de un sitio donde gobierna el respeto. A las plantas, a los animales, a las rocas, al agua y al propio aire. Sus 30.000 habitantes saben que no será fácil afrontar el desafío de un turismo con apetencias depredadoras, pero parecen dispuestos a presentar batalla para que nada cambie, para que cada visitante siga sintiendo que pisar sus islas es entrar en otra dimensión.
Datos útiles
Cómo llegar
No hay vuelos directos a Galápagos y es necesario hacer trasbordo en Guayaquil o Quito. Una vez ahí, la compañía Latam ofrece varios servicios diarios a Baltra (junto a la isla de Santa Cruz) y San Cristóbal, ya en el archipiélago. Los precios varían según época del año y promociones, pero se puede conseguir ida y vuelta por 600-700 dólares.
Para ingresar
Tras comprar los pasajes y hacer las reservas de alojamiento es imprescindible completar un prerregistro de entrada que se encuentra en la web http:/www.gobiernogalapagos.gob.ec/pre-registro-tct/. Después, al llegar a Guayaquil o Quito, hay que pasar entonces por una oficina del aeropuerto donde se efectúa el registro definitivo, previo pago de 10 dólares por persona. Y ya en Galápagos se deben pagar otros 100 dólares por grupo familiar o de amigos como entrada general al Parque Nacional.
Dónde dormir y comer
Galápagos no es un destino barato. Pueden conseguirse modestos menús a 8-10 dólares por persona (el dólar es la moneda corriente en Ecuador), pero si la idea es comer a la carta resulta casi imposible bajar de 20-25. Las especialidades son, obviamente, los pescados y mariscos.
Santa Cruz, San Cristóbal, Isabela y Floreana tienen sitios para alojarse. Hay opciones para todos los gustos y bolsillos en los puertos y también ecocomplejos en el interior. Lo más común son hostales o B&B en torno a los 100 dólares por noche y habitación doble.
Qué hacer
Hay pocos paseos fuera del área del Parque Nacional, y son los que pueden hacerse de manera libre. El resto exigen guía y hay que contratarlos. Dependiendo de la duración el costo varía entre 40 y 150 dólares por persona, con comida y equipo de snorkel incluidos. En todas las islas abundan las agencias organizadoras (hay que reservar plaza el día anterior). Son recomendables el tour 360º en San Cristóbal, la visita a Seymour Norte en Santa Cruz, la excursión a los túneles y la caminata a los volcanes Sierra Negra y Chico en Isabela.
Para tener en cuenta
Los traslados entre islas en lancha duran alrededor de dos horas y existen apenas un par de servicios al día.
No hay conexión directa en lancha entre Isabela y San Cristóbal, es obligatorio hacer escala en Santa Cruz, lo que implica pasar todo el día viajando. Se puede ahorrar tomando un taxi aéreo de la empresa Emetebe o planificando el viaje para entrar a las islas por Baltra y salir por San Cristóbal, o viceversa.
El clima presenta dos estaciones: la caliente (diciembre-junio) y la seca (julio-noviembre). Las mejores épocas de visita son durante las transiciones entre ambas porque es cuando se pueden ver más animales. Las temperaturas son en general altas en la costa pero puede hacer frío en el centro de las islas y por la noche.
Puerto Ayora tiene el área comercial mejor surtida de las islas, con ofertas interesantes, y muy caras, en joyería.
Maravilla sustentable
La intención de alejar de Galápagos cualquier vestigio de combustible fósil no es un gesto aislado. Complementa la visión global del desarrollo respetada por la mayoría de los nativos de las islas. “Aquí no va a encontrar grandes cadenas hoteleras ni logotipos de hamburgueserías famosas”, señala Fabricio, mientras enseña diferentes especies de iguanas que descansan en Las Tintoreras, islotes de lava frente a Puerto Villamil, en Isabela: “Nuestro modelo turístico es sustentable y no concuerda con el modelo de negocio de esas cadenas, entonces no vienen”.
Tiene razón Fabricio, novio de una psicóloga argentina (“de Lomas de Zamora, en octubre vendrá para quedarse a vivir acá”, asegura). Los hoteles de Galápagos, incluso los de mayor confort y número de estrellas, están a tono con el entorno en cuanto a tipo de edificación y tamaño. No existen los resorts, aunque en voz baja se afirme que multinacionales chinas ya están haciendo estudios de inversión para levantar los primeros complejos de ese tipo. La oferta de las playas, todas públicas, consiste en ser sólo playas, es decir, tienen arena, piedras, mar, algún que otro árbol, y eventualmente iguanas tomando sol. Pero nada más. Los shoppings brillan por su ausencia. Y los restaurantes son emprendimientos locales o como mucho de algún empresario del continente, sin grandes pretensiones ni lujos.
Y pese a todo, el turismo es, por supuesto, la principal industria del archipiélago (apenas complementada con una producción testimonial de café y bananas). Un cupo de poco más de 200.000 personas al año –la gran mayoría, norteamericanos; algo menos de un 5 por ciento, argentinos– obtienen los permisos para conocer las maravillas de un lugar diferente a todos.