

Uno de los millones de recuerdos que tengo es un viaje que hice a Grecia hace ya unos años. Como persona que ha estudiado algo aparte de música, soñaba con ir a Grecia. Me acuerdo que la primera vez que llegué a Atenas para tocar en un festival hacía mucho calor, aunque no lo sufrí porque es un calor muy seco. Fui al hotel Hilton, que tiene una vista divina, y cuando vi el Partenón se me cayeron las lágrimas, me emocioné. Esa noche me llevaron al barrio famoso de Placa, que es como la Recoleta, y ahí comimos afuera y tocaron esta música de Zorba el Griego que a mí me encanta. Cuando te cantan parece que te están diciendo cosas obscenas, con una pronunciación extraordinaria. El aire, la comida y esa música hacían de la atmósfera algo absolutamente erótico. Vivir esa experiencia resultó alucinante. Y debo decir que desde entonces volví todas las noches a escuchar música de ese tipo. Debo haber sido griego en otra época.
Hasta un alfiler
Al día siguiente empezamos a subir la colina donde está el Partenón, ingresamos en el anfiteatro y se me cayó la baba, porque es un espacio enorme, con un escenario que si bien está muy en ruinas, la acústica se conserva intacta, al punto que si uno deja caer un alfiler se oye hasta en la última grada. No hice caer un alfiler, pero estaba con un amigo, hablábamos en voz baja, y se oía en todas partes. En ese escenario yo tenía que tocar el concierto de Brahms N° 2. Recuerdo que había un joven griego, con su profesora, también probando el piano, y entonces me suplicó que lo escuchase. Tocó para mí y tocaba espléndido. Se llama Janis Vakarelis, y tiempo después vino aquí a la Argentina a estudiar conmigo y con mi madre. En total estuve en Atenas una semana, y conservo de esa ciudad uno de esos recuerdos redondos y perfectos. Tanto en la parte musical como en la parte personal me encontré exactamente con la Grecia que yo esperaba encontrar. Una Grecia mágica, con duendes rondando.
Como tengo la manía de la compra y en Grecia estaba todo a muy buen precio, pasé por una joyería muy conocida y compré unos gemelos muy bonitos de oro blanco, con zafiros de dos milímetros por dos milímetros. Me fui feliz con mis gemelos, y los llevé por todos lados. Hasta que un tiempo después, regresaba de Japón y pasé por Tailandia, donde también fui a comprar cosas, y un vendedor me elogió los gemelos que llevaba. "¿Me deja ver si son verdaderos?", me preguntó. Yo asentí. Los pasó por la máquina... y eran falsos. Toda la gelberada se me subió encima y entonces me prometí que, la próxima vez que fuera a Grecia, iría a la joyería a hacer un escándalo.
Esa próxima vez llegó rápido. Ingresé en el local con cara sonriente e hice ver que estaba interesado en cualquier otra pieza. Después le dije a la vendedora: "Dígame, el conjunto ese que yo compré la última vez, ¿cuánto cuesta hoy". La vendedora me dijo el precio, entonces le dije que en compensación quería llevarme cosas de oro por el mismo valor, y si no le hacía el escándalo más grande que nunca le hubieran hecho y le hacía cerrar el negocio.
Así me llevé infinidad de cosas por el mismo valor, y ahí aprendí que los griegos son un poco como los argentinos. Lejos de estar harto de viajar, creo que ser ciudadano del mundo conlleva muchos sinsabores, pero al mismo tiempo conservo esa maravillosa sensación de llevar la emoción que siento por la música a todo el mundo.
El autor es pianista. El 24, 25 y 26 de este mes se presentará en la catedral de Mar del Plata.
Por Bruno Gelber
Para LA NACION
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