
ROMA (The New York Times).– Los turistas tienden a ver el lado soleado de Italia, el lado dionisíaco –el vino, la pasta, la ópera, el arte del Cinquecento, George Clooney sobre una Vespa–. Así se pierden el ángulo gótico del país, el de la oscuridad, el que permite apreciar el contraste entre la belleza del presente y la proximidad de las catacumbas, ruinas y sitios de antiguo sufrimiento.
Los primeros escritores góticos, como Edgar Allan Poe, Nathaniel Hawthorne, Horace Walpole, Ann Radcliffe y otros maestros del género del horror, en cambio, aprovecharon para establecer en este país el telón de fondo para muchas de sus obras más famosas.
"Italia fue el escenario elegido por muchos escritores góticos –escribe Massimiliano Demata, profesor de la Universidad de Bari, que ha estudiado bien el tema–. Castillos en ruinas, reliquias misteriosas y catacumbas eran la puerta de entrada a lo siniestro, a una arquitectura laberíntica y claustrofóbica perfecta para las novelas."
Hoy, estos mismos libros pueden servir como guías para los turistas no convencionales, cansados del sol y que desean explorar el pasado el país.
En el taco de la bota
Decidí empezar mi gira en Otranto, un pueblo blanco y de adoquines, en el borde del Adriático, en el taco de la bota de Italia. La ciudad fue el escenario de lo que es considerada como la primera novela gótica, El castillo de Otranto, de Horace Walpole. A fines del otoño me encontré con las calles frías y silenciosas, acordes con las insinuaciones de la macabra historia que había estado leyendo.
Me registré en una de las nueve habitaciones del Palazzo Papaleo y, luego, subí a mi amplia suite con balcón con vista a la catedral y hacia una pequeña plaza. El gong-gong de las campanas se escuchaba tan cerca que, de pie en el balcón, podía sentir las vibraciones. Durante las dos noches que dormí allí fui, al parecer, el único huésped.
Llevé mi prosecco –un vino blanco italiano– y mi computadora portátil a una sala común de techo abovedado y grandes cortinas de terciopelo oscuro. De vez en cuando, un hombre mayor con parche en el ojo vagaba por los pasillos, sin decir una palabra. Era la única persona que dormía en el edificio y resultó ser el propietario: el último descendiente de una familia noble que ha vivido en el palacio durante siglos.
"La historia local está llena de sangre y de oscuridad", me dijo en la catedral Francesco Calignano, un guía e historiador de Otranto. La catedral es famosa por su suelo de sofisticados mosaicos, que describe escenas de casi todos los mitos humanos y leyendas conocidos en el mundo alrededor del año 1100, incluyendo algunas referencias al confucionismo y al Gato con Botas.
A fines del otoño, en una mañana cualquiera éramos las únicas personas en el interior. Después de admirar el hermoso piso, Calignano me mostró un espectáculo verdaderamente gótico: estantes en la pared donde había unos 800 cráneos humanos (las víctimas de la invasión de los turcos). Contándome cómo trozos de carne de las víctimas aún se conservan en un cajón cerrado con llave, Calignano me dijo que una vez al año, en agosto, éstos se sacan para mostrarlos en un desfile que recorre las calles de la ciudad.
Lejos de ese pasado oscuro, hoy Otranto es un lugar de placeres seductores, donde personajes como la actriz británica Sienna Miller pasan una tarde calurosa de verano tomando un baño en sus aguas azules para luego probar los mariscos de la nueva cocina italiana, acompañados de un afamado vino local.
Palabra de Radcliffe
Un vuelo breve o un viaje de cinco horas en tren al Oeste por el tacón de Italia lleva hasta Nápoles, lugar indicado para profundizar en la obra de una maestra gótica menos conocida, Ann Radcliffe: una solitaria mujer inglesa que situó muchas de sus novelas –historias de fuerzas sobrenaturales malignas, catolicismo, tiranos feudales, mujeres jóvenes, hombres valientes y amores frustrados– en Italia.
La novela más conocida de Radcliffe, El italiano, tiene lugar en la Nápoles del siglo XVIII. Casi cada página contiene un torreón, una ruina oscura y espeluznantes acosadores vestidos con atuendos de distintas órdenes religiosas. La trama es bastante simple: un joven noble de Nápoles se enamora de una chica, cuya madre desaprueba el amorío y contrata a un malvado monje para que termine con el vínculo. Sin embargo, el monje descubre que la chica es, en realidad, su propia hija, producto de una relación ilícita.
La novela comienza con un inglés en la iglesia de Santa María del Pianto, a la que Radcliffe describe como un "muy antiguo convento de la orden de los Penitentes Negros". Hoy, los turistas pueden poner a prueba la imaginación de Radcliffe y compararla con la realidad viva de la populosa ciudad. La iglesia de Santa María del Pianto aún está allí, pero no aparece en ningún mapa turístico. Cuando pregunté por ella a una mujer de un quiosco en el centro me dio una dirección errónea. Así, mi búsqueda me condujo por calles estrechas llenas de gente y, finalmente, a las puertas de la Hostería de Toledo, donde, cansada de buscar, tuve un gran almuerzo de domingo que incluyó mariscos, tomates y albahaca.
El hermano del propietario del local resultó ser guía turístico y me contactaron con él para que me contara sobre la mentada iglesia del libro de Radcliffe. Me dijo que ésta no era de las más importantes ni grandes de Nápoles, que seguía existiendo, pero que se encontraba en un suburbio peligroso llamado Secondigliano y por eso, la iglesia había sido omitida de la lista de atracciones turísticas de la ciudad.
Siguiendo los pasos de El italiano me dirigí luego al castillo San’Elmo, una descomunal estructura medieval cuyos lados forman un acantilado de aspecto natural con arcos y agujeros para armas de fuego, repleto de pasadizos oscuros y subterráneos en su interior. Desde el castillo, la vista de Nápoles –con sus techos ocres de óxido, cúpulas de iglesias y el mar– es espectacular y unos cien metros más abajo se encuentra el monasterio de San Martino, una suntuosa construcción habitada por un pequeño grupo de monjes que posee jardines adornados por fragantes naranjos, cipreses y parras.
Finalmente fui a la iglesia de San Lorenzo Maggiore, que sigue en pie en el centro de Nápoles: un casco histórico amarillo y gris que posee un sitio arqueológico subterráneo. A través de un tétrico pasadizo medieval se recorre el edificio –construido en el siglo XVII– que está adornado con calaveras como una forma de veneración a las almas del purgatorio. Este macabro hito está justo frente a un encantador mercado de verduras frescas –donde se mezclan tiras de ajos, tomates y pimientos secos al sol–, que perfectamente podría ser portada de la revista Food & Wine.
Detrás del mercado hay un bazar al aire libre dedicado a la creación y venta de los célebres amuletos de forma fálica de Nápoles, los pulcicorni, que parecen pequeños cuernos rojos, y justo al lado está la siempre atestada Pizzeria Sorbillo, que sirve las más legendarias pizzas napolitanas.
El fauno y las catacumbas
Roma está llena de lugares góticos y como guía seguí las referencias que aparecen en el libro El fauno de mármol, de Nathaniel Hawthorne. Casi al final de su carrera como maestro del horror psicológico y sobrenatural de la Nueva Inglaterra puritana, Hawthorne escribió dos volúmenes ambientados en lugares misteriosos de la ciudad para contar la historia de tres artistas estadounidenses que, trabajando en Roma, traban amistad con un sátiro, que hoy parece haber sido modelo de una de las estatuas de mármol del Musei Capitolini.
Quienes visiten hoy el museo se encontrarán con muchas estatuas del fauno –asociadas con Dionisio–, que representaba al animal inocente, sexual y sin ley que habita en el hombre. En el ala egipcia del museo hay una representación del sátiro que es abiertamente luciferina, con cuernos y pezuñas.
Al salir de ahí, un viaje en autobús o caminando a través del centro histórico de Roma lleva al viajero a otro sitio importante en El fauno de mármol: las espeluznantes y hermosas catacumbas capuchinas, donde los personajes de Hawthorne enfrentan a un monje malvado.
Decorada con los huesos de 4000 monjes, la cripta barroca de los capuchinos –cerca de la lujosa Via Veneto– es hoy una de las paradas más populares de los turistas en Roma. Tan macabro como parece, se trata también de un lugar sagrado, pues no se permiten cámaras, sombreros ni nada veraniego.
La cripta es muy pequeña y claustrofóbica, y el empalagoso olor de los huesos llena los pasillos débilmente iluminados. Hay miles de huesos ordenados por tipo –dedos, rótulas, fémures, nudillos, calaveras–, fijados a la pared o colgando del techo, adornados con flores de encaje, guirnaldas, relojes o urnas. En el cuarto final, al salir, en el suelo hay un mensaje en cinco idiomas que recuerda su destino a los alegres turistas: Solíamos ser lo que tú eres ahora. Tú serás lo que nosotros somos ahora.
De vuelta en la superficie, los placeres de Italia son inmediatos en las calles de Roma.
Ahí es posible darse cuenta de que mirar Italia a través de su lente gótica profundiza nuestra apreciación del dolor, el sufrimiento y la muerte que son, junto con el amor, también la suerte del hombre. La danza artística entre estos opuestos arquetípicos es, sin duda, uno de los grandes encantos de Italia.
Nina Burleigh
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