
A veces me pregunto si la cosa sería distinta de vivir con alguien (un novio, una amiga, un marido) que pudiese frenarme los hábitos insólitos que adquirí en estos años de vivir sola.
Fashion victim.
Duermo con la musculosa blanca más harapienta, agujereada, de Morley ya casi trasparente de lo gastado, que alguien vio en su vida. Uso dos, una tiene una calavera. Las roto, pero por algún motivo no las puedo tirar.
¿Coleccionista incurable?
Tengo una colección de esmaltes de uña digna de un museo. Todas las marcas, todos los colores con los que alguna vez me entusiasmé, desde un negro hasta un rosa chicle. ¿Todo para qué? Para usar siempre los mismos 3 ó 4.
Utilísima, señora.
Guardo algunos fósforos usados y los uso para depilarme las cejas con cera o cualquier superficie reducida. Son lo único verdaderamente finito, corto, maniobrable y descartable que encuentro.
Maniática.
Que nadie me toque mi almohada, la del lado izquierdo de la cama. No la presto a nadie, ni al Turco. Ni para ver tele.
Yendo de la cama al living.
Las noches en las que estoy muy cansada, como en una bandeja en la cama y si no me dan las fuerzas para llevarla a la cocina, la dejo justo al pie de la cama y seguramente la piso a la mañana siguiente. He dormido al lado del cadáver de una milanesa de soja, lo juro.
Hay más, muchos más. Algunos hasta inconfesables. Estoy llena de hábitos nefastos que a esta altura son más mañas que otra cosa. Eso sí, me consuelo creyendo que no debo ser la única, ¿o sí?
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