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Historia con repulgos

Huellas: se pueden visitar auténticas pulperías del siglo pasado, que nacieron en los albores del que finaliza; un circuito exclusivo para conocer la vida criolla.




Pulperías evocativas y hasta didácticas se erigieron en numerosos museos. No pocos locales de comidas criollas fueron construidos a la manera de una pulpería, y ciertas estancias tienen decoraciones afines en quinchos para agasajos que, alusivamente, llaman pulperías. En la avenida De los Corrales 6476, en Buenos Aires, el Museo Criollo erigió la suya, y lo propio se hizo en San Antonio de Areco con lo que fuera La Blanqueada, tan ligada a la literatura gauchesca, con la representación del hábitat pulpero, paso obligado para quienes visitan el Museo Ricardo Gïiraldes.
Las auténticas pulperías merecen, como mínimo, un safari fotográfico enriquecedor. Y hasta un viaje largo, como para ver, en el camino de tierra que une a las localidades bonaerenses Bolívar y Carlos Casares, a la pulpería Miramar, bautizada así exageradamente por una casi desaparecida laguna. Conserva la verja pulpera y se nutrió de clientes vascos -que provenían de las comparsas alambradoras acaparadas por estos trabajadores incansables-, pero sin cancha de pelota a paleta, la de bochas mitiga los ardores deportivos lugareños. Buenas anécdotas reclutó una veterana pobladora, Eva Sarraúa, y Miramar salió del anonimato en El Chasque Surero, una publicación de tradiciones camperas.

La Colorada

Una de las más preciadas pulperías todavía en actividad - que pertenece a la categoría de esquina - sin ochava alguna, a pleno campo y con la única vecindad de la Escuela Rural Nº 136. Es La Colorada, con no muy conocida historia y no menos de 130 años de exhibir sus gruesos y enrojecidos muros. Está abierta todos los días menos los domingos, y no llega a facturar quinientos pesos mensuales por suma total de consumiciones. La atiende Ramón Perone, que tiene 68 años y ninguna esperanza de que el negocio prospere, por más fieles que le resultan media docena de clientes, como Gómez, Eidaizoz, García Ares y otros. Las veteranas puertas dan sobre el camino de tierra, a 7 kilómetros del asfalto de la ruta nacional 5 y la entrada a Chivilcoy. Es la prolongación de la calle Mitre en dirección de la estancia turística La Rica, paraje por donde pasaron los presidentes Mitre y Sarmiento.

El Recreo y El Palomar

No hay que irse de Chivilcoy sin conocer la avenida de la Tradición. Basta cruzar la ruta 5 y recorrer cuatro kilómetros hasta la plaza central de la ciudad y luego, a la derecha, buscar la avenida José León Suárez hacia el Este. La ruta provincial 30 es el límite urbano, y desde allí Suárez se transforma en avenida de la Tradición. A poco de andar, sobre la derecha, aparece El Recreo, almacén de ramos generales construido en 1881. Hoy es un museo inigualado, con las estanterías originales y una máquina registradora de 1870, además de toda la cartelería publicitaria de fin de siglo y marcas desaparecidas, de latón enlozado.
Pocas cuadras más adelante está la pulpería El Palomar, con una cancha de bochas anexa, también un edificio fin de siglo.

La pulpería de Cacho

Imperdible. La Pulpería de Cacho -que surgió en 1868 atendida por don Buenaventura Céspedes y como Pulpería del Molino- sobrevivió a 36 inundaciones registradas en su historial amasado junto al puente del río Luján, en los deslindes de Mercedes (o Guardia de Luján, como se llamó originalmente). Cacho Di Catarina tiene 49 años, nació en la pulpería y no hace mucho tiempo se fotografió en la puerta del boliche con Matilde Amado, la partera que hace casi medio siglo ayudó a Figuenia Pérez a tener este hijo. Figuenia murió un par de años atrás, y mucho antes la precedió su marido, el pulpero Domingo Di Catarina. Antes, ofició de pulpero el abuelo materno de Cacho, Salvador Pérez Méndez.
La pulpería no cerró ni en tiempos de la fiebre amarilla, y no pocos clientes llegaron en bote para tomar unas ginebras durante las inundaciones. Ahora ofrece picadas y empanadas, tragos cortos y aperitivos que vale la pena aligerar con intervalos para admirar la parafernalia de añosos carteles y almanaques, viejos faroles y artefactos varios, o algunos de los estantes de botellas que no se tocan desde los tiempos del abuelo (no se tocan ni se venden). Son ejemplares de Hierro Quina Padilla, Grapa Lagorio o Caña Colibrí Argentina.
Otras marcas contemporáneas, pero tampoco hallables en Buenos Aires, por ejemplo, llenan las copas que se equilibran al dar cuenta de pasteles caseros o atacar el repulgo de una empanada. A la vez, los parroquianos repasan la cartelería que alista frases ingeniosas ("Si de chico no trota, de grande no galopa") y hasta pícaras ("Si no me conoce por dentro, no me toque por fuera").
Hay palenque para los caballos, una cancha de bochas para justificar los vicios, un libro para registro de visitantes y la memoria de filmación de películas, documentales de televisión europeos y el recordado paso de un aluvión de gringos extasiados que llegan hasta de Suecia.
Para dar con la pulpería se toma el Acceso Oeste hasta desviar por la ruta nacional 5, con otro peaje de 3,30 pesos en Olivera. Hay que entrar por el primer acceso a Mercedes: el que da con la avenida España o arteria 40. Seguir hasta avenida 29 o Mitre, donde se gira a la derecha y continuar, aun cuando se transforma en calle de tierra y llega al río Luján. Allí está el puente y la pulpería. El mismo camino, pero sin entrar en Mercedes, lleva hasta Chivilcoy y sus pulperías.
Tomar un grapa en los viejos mostradores de La Colorada o en la Pulpería de Cacho no tiene la emoción de hacerlo en Los Ombúes, donde la sirven a través de la verja que protege el ventanal que da al breve saloncito. Más que una coquetería conservadora resulta una necesidad que restauraron los nuevos tiempos: fue asaltada varias veces. Sin acumular los doscientos años que aduce la pulpera Elsa Insaurraga, la vejez del edificio se parece más a un viejo almacén, beneficiado por el portal que le hacen dos ombúes sobre el asfalto que une la ruta 193, de Exaltación de la Cruz, con Andonaegui. Está siempre abierto, y para llegar hay que viajar por el Acceso Norte y el ramal a Zárate con peaje de 1,50 peso, hasta que se da con la ruta 193 hacia Solís por 18 kilómetros hasta el paraje Puerto Chenaut, donde se gira por el asfalto a Andonaegui. A los seis kilómetros, a la izquierda aparecen los ombúes de la pulpería.

Bessonart y La Lechuza

Si se visitó Los Ombúes y se sale nuevamente a la ruta 193, Solís y la ruta nacional 8 distan 13 kilómetros. De allí se está a un paso de San Antonio de Areco (previo peaje de 3,30 pesos), asiento de La Blanqueada reciclada. La viejísima esquina de almacén pulpería Bessonart (por Ricardo, pero también se llamó El Vasco, El Jockey Club), en Zapiola y Segundo Sombra, que también fue despacho de bebidas de don Castro Covián y almacén de un tal Serrat, con los muros de desgastados ladrillos y una antigüedad insondable. También tiene un sector de estantería con botellas intocables y fuera de la venta, además de ser lugar auténtico de las últimas tertulias del personaje que retrató Ricardo Güiraldes. Desde allí se puede hacer el camino inverso que recorría don Segundo desde el puesto La Lechuza, si se sale otra vez a la ruta 8 y se enfila hacia Buenos Aires, apenas hasta el cruce con la ruta provincial 41, que se toma a la izquierda hacia Baradero. A cinco kilómetros se cruza la ruta 31, de tierra, y a poco de andar, a la izquierda aparece el viejo puesto La Lechuza.
Por la ruta 41, sin entrar en la 31, se sigue hacia Baradero. Unos 12 kilómetros antes de llegar a la ruta 9 y su kilómetro 137, se abre el viejo Camino Real de carretas que iba a Areco y Capilla. Por allí se da con El Torito, almacén, pulpería y club de baile en actividad desde 1901, y que posiblemente reemplazó a una posta anterior. El lugar lo atiende el solitario Rubén Horacio Salas (su única comunicación es a través del 03329-482965) y ofrece desde una mínima válvula para bicicleta hasta recados, botas y alpargatas. Hay cartuchos de caza, miel, chorizos, salamines secos como piedra, y un pasado más mullido por el recuerdo de tiempos mejores, que el pulpero relata en la inmensidad del salón, mientras corta queso, un embutido y sirve una copa.
En casi todas estas postas, cualquier copa cuesta un peso, y una picada, dos. Llegan visitantes de botas, bombachas de loneta, boinas tejidas o sombreros corazón de potro. Ya no convidan, como los gauderios de antaño, cuando el campo era la riqueza soñada.

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por Redacción OHLALÁ!

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