

La capital siciliana es una de las ciudades más asombrosas de esta región itálica. Adorada por antiguos imperios, codiciada por los portuarios y maravillada por millones de turistas que la visitan cada año.
La arquitectura de la ciudad de Palermo tiene ese no sé qué, mezcla de ingredientes del Primer Mundo con testimonios y diseños de una historia rica e imposible de evitar. Calles angostas, mercados y vendedores ambulantes por doquier conservan aún las huellas de una ciudad que fue icono del mercantilismo y el comercio europeo.
Abundan las iglesias, los museos y los teatros.
Y entre los pasos que se tuercen en las piedras de las Vías, las Cuatro Esquinas (Quattro Canti) dejan atónitos al espectador-turista con esa manera de emular uno y otro diseño que desorienta y no alcanza a guardarse en los archivos de la memoria, y menos aún de una cámara digital.
Muchas veces, con mi mujer, nos preguntamos si era la distancia o verdaderamente el sabor de los capuchinos que tomamos en la vereda de un bar, que conservaban en esas tazas de porcelana años de revoluciones, guerras y cosechas.
El sol parece quemarse y hundirse en las aguas de la Playa de Mondello, allí donde uno cree que empieza el mar y pierde la mirada en el infinito que parece no tan lejano. Allí, en el mar, donde nuestros ancestros han navegado, huido o simplemente nos dieron la vida.
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