
PARIS (The New York Times).- Buscar el hotel pequeño perfecto en París es como ir en búsqueda del Santo Grial. Preguntamos por todas partes en forma obsesiva y anotamos las sugerencias con la esperanza de que sean buenas. Estamos seguros de que en algún lugar tiene que haber algún recoveco con formas extrañas, que haga sentir a su ocupante como una Colette de hoy día. Ah, y por supuesto, asequible, aun cuando el cambio a francos sea pésimo.
Con mi marido Andy buscamos durante años un hotel de esas características, en nuestras visitas frecuentes a París, y a veces con resultados desastrosos.
Más tarde, hace varios años, dimos con lo que parecía ser lo que buscábamos. Se llamaba Hôtel des Marronniers, en honor a los dos árboles de castaño en su jardín trasero; estaba en la Rue Jacob, justo a la vuelta de la iglesia de St. Germain-des-Prés. Las guías, como rutina, utilizan términos como "agradable" y "encantador" para describirlo; la Michelin le colocó la imagen de una mecedora, la designación para "hotel tranquilo".
El Marronniers finalmente demostró ser una versión platónica de un pequeño hotel en París. Se ingresa por un patio profundo que conduce al lobby, decorado en tonos de verde intenso y salmón. En un rincón había un enorme bouquet de lilas cuya imagen se reflejaba en un espejo de bronce.
Nuestra habitación, en un altillo con ángulos pronunciados, estaba envuelta en tonos pasteles floreados. El papel de la pared era rayado en color crema, rosa y azul. El cuarto de baño, pequeño pero funcional, estaba revestido en mármol rosado y la ventana inclinada encima del escritorio ofrecía una vista espectacular de la Torre de St. Germain, con el telón de fondo de techos en tonos de antes. A pesar de que el techo era bastante bajo, a tal punto que podíamos tocarlo con la cabeza si nos poníamos en puntas de pie, la habitación era lo suficientemente espaciosa alojarnos con nuestra hija cómodamente. Nos fascinaba el cuarto, pero nuestro lugar predilecto en el hotel era el jardín.
El personal del hotel era tan encantador como el entorno. En la mañana corrían las camareras trayéndonos jugo y medialunas antes de pedirlo. La mujer en la recepción era muy amable, se dirigía a nosotros en francés y cuando no podíamos defendernos con el idioma nos hablaba en inglés. Un día una mucama nos lavó la ropa, la planchó y la dejó impecable.
Cada vez que íbamos a París nos alojábamos allí, en el mismo lugar, en la misma habitación. Pensábamos, con un poco de engreimiento, que ya teníamos resuelto este problema por el resto de nuestros días.
Lo bueno conocido...
Pero, inexplicablemente, las cosas comenzaron a cambiar. Quizás la mañana en que la camarera pareció un tanto brusca. O tal vez cuando las medialunas etéreas se volvieron secas. O cuando comenzamos a dar vueltas por el Café de Flore en busca de un rico desayuno. O cuando la mujer amable en la recepción no estaba casi nunca o cuando la mucama que nos lavaba y planchaba la ropa desapareció por completo.
Con desgano, decidimos buscar otro hotel. Andy había visto un lugar prometedor llamado Hôtel de Seine, a la vuelta de la bulliciosa Rue de Seine. Había leído en una guía que el poeta Lawrence Ferlinghetti solía alojarse allí. Y además un amigo nos había hablado bien del lugar, al menos de cómo era hacía diez años, cuando costaba 10 dólares la noche. ¿Pudo haber sido así?
Por ese verano probamos el Hôtel de Seine. Al principio no estuvimos desilusionados. Nuestra habitación en el altillo cumplía con todos los requisitos, las paredes empapeladas con flores rojas, varias lámparas y el techo con las vigas a la vista.
No había mucamas que se ocuparan de la ropa, y el lugar del desayuno nos parecía un poco triste, y la decoración un tanto recargada. Sin embargo, nuestra nueva ubicación, aunque sólo a pocas cuadras de la anterior, parecía bastante más conveniente. La feria de Buci estaba a la vuelta, y todas las mañanas pasábamos frente a los puestos que desbordaban de ostras frescas, duraznos y lechuga aún húmeda.
Pero inconscientemente, y no tan inconscientemente después, sabíamos que éste no era nuestro hotel soñado. A pesar de ser práctico y conveniente, nada del lugar nos parecía memorable. Por eso, la mañana antes de dejar la ciudad, hicimos una peregrinación al Marronniers. Era como volver a casa. La mujer de la recepción nos recibió con una sonrisa, aunque hacía dos años que no parábamos en el hotel. Luego, para conmemorar los viejos tiempos, tomamos el ascensor que nos condujo hasta la habitación número 61. Estaba tal cual como la recordábamos: el papel en tonos de crema, rosa y azul, el ropero de roble, el techo tan bajo que tocábamos con la cabeza si nos poníamos en puntas de pie.
No puedo recordar qué nos había hecho ir a otro lugar.
(Traducción de Andrea Arko)
Constance Rosenblum
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