SAN SALVADOR DE JUJUY.- Eduarda no tenía planeado nacer en Humahuaca. En realidad, Eduarda nunca pudo hacer demasiados planes en su vida. Por eso cada mañana cuando baja del cerro en el que habita una casa de barro con su hija sin casar, Eduarda no piensa. Se calza su pollera a cuadros, su camperita roja, su sombrero de chola, carga el carrito con golosinas y sale por ahí.
Por el pueblito que queda allá abajo, apretado entre dos cadenas de montañas, a venderles dulces a los chicos, a las amas de casa golosas, a los funcionarios de la Municipalidad, que siempre le compran algo. Eduarda tiene 62 años y tira del carrito desde los 10, subiendo y bajando el cerro. Por eso Eduarda no piensa.
-Algo hay que hacer -dice y tira- Todavía estoy guapita.
Humahuaca no es un pueblo cualquiera. Es el pueblo del Noroeste. Se llega siguiendo desde Jujuy la ruta 9, que 20 kilómetros más allá de Humahuaca, en dirección a La Quiaca, se transforma en ripio.
Colores sin desperdicios
Antes de llegar a Humahuaca, la quebrada no tiene desperdicio. El primer poblado es Tumbaya, un montoncito de casas a los costados del río Grande que florece el 24 de septiembre, durante la fiesta en honor a la Virgen de la Merced, cuando todos los habitantes de la quebrada bajan para vender e intercambiar cosas en estos paisajes donde el trueque todavía existe.
A Tumbaya le sigue Purmamarca, un poblado acunado bajo el cerro de Siete Colores. Detrás de las casas bajas - entre las que viven los mejores constructores artesanales de charangos de todo el Noroeste- asoma una mole de colores que van del verde al naranja pasando por el rojo, el azul, el gris. A pocos kilómetros está Tilcara, famosa por su pucará y casi un párrafo aparte por su gran cantidad de museos, galerías de cuadros y tiendas artesanales.
Y al fin, Humahuaca. No hay carteles ostentosos a la entrada del pueblo que fue fundado a fines del siglo XVI. Apenas una feria que vende alpargatas, ponchos, vasijas y que flota en el sopor de la siesta. Las cholas, de brazos cruzados y mirada hosca, los hombres, del color del tabaco.
Rodeando a Humahuaca, como una caballería inmóvil, los cerros tachonados de cardones, los lomos con vetas de todos colores, los riachos secos, el cauce cargado del río Grande.
Las calles del pueblo son de piedra. Y no hace falta demasiado para definir la sensación que se tiene al caminarlas: uno entiende que sí, que milagrosamente está en una de esas figuritas que bosquejaban los dibujantes de Billiken para los días patrios. Casas con puertas altas y verdes. Rejas, calles angostísimas por las que se animan autos con una vejez de tres décadas. Una vía de tren que se pierde en el horizonte. Una vía de tren por la que ya no pasan trenes. Faroles de hierro forjado en las veredas. Una estampa. Una fina estampa, pero una estampa real.
El orgullo del pueblo
En la plaza central está el Cabildo y en el Cabildo uno de los orgullos del pueblo. Una distracción rutinaria atrae a los habitantes y turistas. A las doce en punto, la imagen de San Francisco Solano sale de una hornacina para bendecir.
-Ahí sale, ahí sale -grita un chico de pantalones rotos.
La imagen articulada de Francisco Solano se adelanta sobre su plataforma y levanta una y otra vez un brazo para bendecir a todos. Las mujeres venden hojas de coca para mascar, ponchos tejidos, vasijas de barro.
Las artesanías son uno de los mayores atractivos que los lugareños ofrecen a los turistas en la plaza y en los negocios de los alrededores. Allí pueden conseguir vasijas y otras artesanías en barro por unos pocos pesos.
Alrededor deambulan unos cuatro o cinco chicos de menos de 10 años. Todos son guías turísticos, dicen, los mejores y casi los únicos. Humahuaca no tiene estructurado un departamento de información turística y no es tan sencillo encontrar datos. Por eso, Alberto, que tiene 9 años, hizo el curso de guía en la escuela para ganarse unos pesos.
Por un peso relata la historia completa, además de inventar lo que el viajero desee. Alberto explica. Habla rapidísmo, sin respirar, como una cinta pasada a alta velocidad:
-Allí enfrente tenemos la iglesia de la Candelaria, antiquísima y la escalinata coronada con esculturas de indios y gauchos que lucharon por la Independencia. A su lado, las ruinas de la Torre de Santa Bárbara y más arriba el barrio popular donde viven los mineros...
La iglesia de Santa Bárbara, de la que sólo quedan las ruinas, fue usada como fortificación por los españoles en el siglo XIX y como depósito de municiones por Belgrano y su ejército del Norte.
Cerca de la plaza, una puerta y un cartel modestos junto al Albergue de la Juventud anuncian que el Museo del Carnaval Norteño, que tiene trajes típicos, objetos de trabajo y artesanías que se utilizan en la Puna, está abierto todo el día. En el Museo Arqueológico Municipal hay urnas funerarias, momias indígenas y cerámicas y en el Museo Estudio Francisco Ramoneda se exponen obras de artistas plásticos argentinos y extranjeros.
La civilización indígena
A nueve kilómetros de Humahuaca está el complejo arqueológico de Coctaca, con restos bien conservados de una civilización indígena prehispánica. No muy lejos, la Gruta de Inca Cueva o Chulín, con pinturas rupestres de una población precolombina. Muy cerca de Humahuaca está Uquía, la ciudad dominada por la iglesia de San Francisco de Paula y la Santa Cruz.
La iglesia está precediendo al pueblo, que se enhebra hacia los costados y hacia atrás como a espaldas de alguien. Es de 1691 y fue posada de los jesuitas que tenían actividad en las minas de oro ubicadas a 14 kilómetros, tras el poblado indígena de Molla, donde habían instalado sus hornos de fundición.
En Humahuaca una docena de chicos pasan corriendo, revoleando guardapolvos, mochilas y útiles de colegio.
Porque Humahuaca no es una maqueta armada para turistas. Es un pueblo con chicos que corren a tomar la leche y maestros a los que el sueldo no les alcanza.
Todas las mañanas, a las nueve, un colectivo blanco deja frente a las vías a un puñado de mujeres que traen mercadería del campo para vender: hierbas, verduras, frutas, tejidos. Enfrente, en un predio municipal, otro mercado ruidoso ofrece alimentos al por mayor. Los vendedores bajan del cerro, llegan del campo. Pero si uno se anima a mirar en la inmensidad de la Puna, ningún lugar parece habitable. El paisaje es tan magnífico como sobrecogedor. Los ranchos duermen bajo el amparo y la amenaza de las montañas.
A la hora de comer
Frente a las vías, Renata atiende uno de los restaurantes más modestos del pueblo. En el centro hay algunos internacionales, con cena y show, pero el de Renata es de esos en los que las órdenes a la cocina se gritan por una ventana pequeña. Cuando Renata se acerca y cuenta que hay humita, locro de cabrito, mondongo y empanadas de carne cortadas a cuchillo, más un buen postre de queso y mamón, cualquiera se da cuenta de que, en medio de la Puna y cuando el viento sopla, no hace falta nada más.
Leila Guerriero
Fotos: Diego Sampere y Leila Guerriero
Información
Para más datos, la Casa de la Provincia de Jujuy en la Capital Federal se encuentra en Avenida Santa Fe 967, y el área de turismo atiende consultas entra las 10 y las 14 horas.
Teléfonos: 394-2295/3012; 393-6096/1295