Experiencia intimista en la isla del sudeste asiático
El siguiente relato fue enviado a lanacion.com por Nuria Beviglia. Si querés compartir tu propia experiencia de viaje inolvidable, podés mandarnos textos de hasta 5000 caracteres y fotos a LNturismo@lanacion.com.ar
Los balineses nos reciben con una amabilidad desesperada. Damos un paso y buscan vendernos una vuelta en moto. Otro más y nos ofrecen tatuajes y masajes en los pies. Y si estos servicios no son suficientes, por unas pocas rupias nos garantizan un viaje al espacio.
La cantidad de turistas está muy floja desde que el volcán Agung escupió una nube de ceniza al cielo. Además, diciembre llega a la isla con suaves y constantes lluvias. La temporada húmeda nos deja una sonrisa nerviosa durante un par de días, hasta que entendemos que estar mojados es un detalle.
Los isleños pasan el día en las calles. Uno se mueve con la sensación de que abandonaron sus casas para habitar esos húmedos pasillos amurallados por flores silvestres y superpoblados de motos. Sobre unas raquíticas veredas comen, trabajan, rezan y tienen su vida social. Y aunque esta isla es densa en ruedas y pobre en sendas para deambular, los perros pordioseros son los únicos semáforos a la vista. Los balineses no conocen otro rojo y verde que el de las plantas y los frutos de su selva.
A nuestro alrededor crecen imponentes templos de piedra con techos de paja y oro, protegidos por estatuas de budas, ranas y seres mitológicos consumidas por el moho (porque acá la selva tropical devora todo, sin discriminar entre lo humano y lo divino). Estas figuras sonríen con sorna, quizá porque en Bali sonreír es una costumbre. A los pocos días descubrimos que esos templos son en realidad las casas de los indonesios. Una arquitectura enamorada de los dioses nos confunde y hace sentir que avanzamos en medio de un universo sagrado.
Los monolitos caseros están rodeados de bandejas llenas de yuyos y restos de comida, ofrendas humildes a la vista. Aunque estos regalos tampoco necesitan altares; unos dioses poco exigentes los aceptan en algún lugarcito de la vereda junto a la alcantarilla o a cualquier portón. Cada treinta metros, varones vestidos de blanco con las rodillas y los hombros cubiertos realizan los rituales en los que se homenajea a las divinidades. El humo y el olor del incienso espantan a las gallinas que se acercan a picotear los granos dedicados a Shiva. Pero entre los restos de otros ritos ya acabados los animales tienen más suerte: una madre ofrenda a sus ansiosos pollitos el arroz sagrado que el dios olvidó pasar a buscar.
Llueve, llueve sin parar. Al ver que no podemos ir a la playa, el dueño del alojamiento donde paramos nos invita a una ceremonia religiosa en la que liman los colmillos de una adolescente para quitarle su animalidad.
Entramos y me preguntan si estoy menstruando. Miento, porque de eso depende si puedo quedarme o no.
En el suelo, una pirámide de ofrendas: yuyos, huevos, arroz, cañas, algún billete. A primera vista, un montón de mugre lista para ser incendiada. Miro de cerca y un enjambre de moscas se altera; descubro que sin querer interrumpí la degustación del cadáver de un pato. Entre los escombros veo ahora otro cuerpo más familiar: es un cachorro sin órganos, aplastado. Más tarde nos cuentan que el animal sacrificado tiene que ser un perro fértil y marrón.
Justo atrás de los sacrificios está el banquete listo para los hombres. Los cadáveres cocidos son mucho más tolerables a la vista, aunque la mezcla de hedores emanados por el cerdo horneado, los cuerpos en descomposición y los inciensos prendidos convierte todo en un espectáculo apenas digerible. No podemos ver mucho más de la ceremonia porque a cada paso nos hacen retroceder. Nuestras intuiciones son oscuras, limitadas a los sentidos: nos convocan la peste, un gallo chillón perdido entre la gente, los colores de las frutas en la mesa... y en el medio todos nos sonríen como si fuéramos niños aprendiendo a caminar.
Cuando la lluvia nos da un recreo vamos a recorrer las playas. El mar es cálido y de color claro, las olas son perfectas para aprender a surfear, las palmeras dan sombra y un ejército de isleños se acerca a ofrecernos reposeras para mayor comodidad. Pero la playa tiene una herida guardada en secreto: todas las mañanas se juntan hombres y mujeres a enterrar innumerables botellas, envoltorios, pedazos de vidrio y pañales usados bajo la arena. Hay tanta basura en el mar que si la sacaran no sabrían adónde llevarla, por eso la sepultan y de a poco este paraíso terrenal se convierte en un cementerio de plásticos. Preguntamos por qué. Y nos cuentan que la culpable es la lluvia, la ingrata que trae la basura desde otras islas por donde Buda aún no pasó.
Unos días después, recorremos las terrazas donde se cultiva el arroz. En medio de la húmeda vegetación, tres campesinas se protegen del sol con canastas cargadas de bosta bovina. Caminan entre las plantaciones inundadas hasta que con un lanzamiento monumental nublan el cielo por un instante y enseguida oscurecen la tierra, destinada a una fértil y húmeda espera. Mientras miramos la escena, dos niños con los pies embarrados se acercan a vendernos postales de la isla. Me pregunto si Buda los vio pasar. Y en Bali sigue lloviendo.
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