IQUITOS, Perú-. Hubo un tiempo en que el Amazonas no conoció fronteras. En que los únicos bordes que existían eran los naturales; entre un río y la ribera, entre una zona inundable y tierra firme. También, los que las tribus selváticas interponían entre sí.
Una naturaleza apabullante que deja al visitante boquiabierto
Era el Amazonas al que se animaron los exploradores del Viejo Mundo, desde que Vicente Yáñez Pinzón, en 1499, denominó al río, en su desembocadura en el Atlántico, como Mar Dulce. Comarca a la que sólo se le supuso sus descomunales dimensiones cuando el fray Gaspar de Carbajal lo recorrió desde Quito hasta la isla de Trinidad.
Después vino la división. Pero la región se movió como una sola. Cuando el auge del caucho tuvo lugar, Manaos, en Brasil, se enriqueció, pero sus vecinos también. Cuando se especulaba con la existencia de la ciudad de Eldorado, los exploradores franceses e ingleses se lanzaron tanto desde el Atlántico como desde la cordillera de los Andes, llevando sobre los hombros historias de sobrevivencia y frustración, de asombro y excitación.
Selva de enredos
La región es una y la selva es grandiosa en toda la extensión. Basta quedarse unas horas en solitario en medio de la espesura. Al principio es el sonido de las hojas de los árboles cayendo de a manojos en el suelo amazónico. Luego es el revoloteo de aves y el sobrevuelo de abejas alrededor del cuerpo bañado en sudor. Definitivamente es paz y contemplación.
Pasan los minutos..., y, más tarde, el viento acelera su andar y el cielo se hace plomizo. Al ruido de las aves se suman gritos y murmullos animales de génesis inimaginable, de cuerpos impensables y temibles garras. Todo se magnifica y multiplica. La paz y la contemplación quedan aturdidas.
Es la selva en pleno. Majestuosa. Con la secuoya amazónica ganándole en altura a todas las demás especies, excelente refugio para las tormentas con rayos; con pirañas que pegan el salto cerca de la orilla, pero sabroso plato en caso de lograr una captura; con introvertidos e intermitentes ribereños que sobre su bote recorren la costa de la laguna, si bien con prudencia y retraimiento iguales al de un animal salvaje al pasar frente a un cristiano de cara desconocida; con lianas colgantes del tamaño de un tronco, capaces de soportar el peso de dos o tres personas juntas; con tarántulas y alimañas aliadas que se mueven en los recovecos, pero que reposan en el hueco de la corteza de un árbol como si quisiesen ser acariciadas.
Qué intrigante es quedarse en el corazón del Amazonas pero qué placentero es superar ese tiempo y tolerar el turbio y salvaje silencio que provocan los animales, el viento y las plantas.
El verde es pleno, salvo por unas flores que rompen la textura dominante. El tigre debe de estar muy lejos y las tarántulas están bien dormidas. Y las pirañas no hacen nada, a menos que gotee un poco de sangre a su alrededor. La selva no se va a comer a nadie. Es inofensiva por un par de horas, también por unos días o unas semanas.
La rústica hostería se ubica a una media hora de caminata por una picada bien marcada. Allí esperan los guías. También las cómodas hamacas para mecer de un lado a otro los cuerpos cansados. Al alcance se encuentra la barra de la sala de estar y restaurante para degustar uno de los tragos afrodisíacos famosos de Iquitos.
Los que no la debieron de haber pasado nada bien fueron los primeros viajeros extranjeros, que quisieron enfrentar el Amazonas con sus remotos medios de movilidad. La selva sin principio ni fin -al menos para la locomoción del siglo XVII hacia atrás- habrá sido intratable, distante y hasta peligrosa para hacer contacto. Hubo que estar ahí adentro y escuchar los sonidos, soportar la oscuridad, lo desconocido, la grandilocuencia de una selva que ni siquiera ostentaba su difícil ruta Transamazónica o Iquitos para alternar civilidad con naturaleza.
Después de hora
Fin de la experiencia solitaria. Aparece la gente, la plenitud de la cultura de los ribereños del Amazonas peruano. La región está muy caldeada, principalmente cuando faltan las lluvias durante el período seco. Las viviendas de los pobladores están construidas ciento por ciento con materiales de la naturaleza y a partir de noviembre reciben impetuosas caídas de agua sobre los techos. Generosos espacios abiertos, a modo de galerías, se convierten, para los ribereños (sobre todo mujeres y niños), en los lugares para ver caer el agua o para reunirse protegidos de los fuertes rayos del sol.
Los chiquillos andan con sus pies descalzos y el torso siempre desnudo. Apenas luciendo un pantaloncito, suficiente para ir en busca de una mascota. A la criatura que logró una cotorra verde chillona se la ve tan feliz como a la que levanta con sus brazos una boa pequeña. Si las mascotas no son el entretenimiento, subirse a un árbol y arrojar guabas, una gran vaina cuyas semillas se comen, es otra diversión que en poco se parece a la expresión maravillada de un niño amazónico cuando un turista le deja espiar por el ojo de su cámara fotográfica.
Durante el año, el sol se encuentra en la misma situación a cada hora. A partir de las 17 -nada que ver con la hora del té-, los pobladores de las afueras de Iquitos cumplen un ritual. Es el tiempo del baño y las familias llegan a la orilla del río Amazonas. Los chicos saltan, se sumergen y la resonancia de sus gritos ganan la otra costa, rompiendo la pasividad del crepúsculo. Varias mujeres despliegan los mismos baldes que utilizan para trasladar el agua hasta sus hogares, ahora llenos de ropa. Es el ritual del baño, del que a veces participa el hombre de la casa.
Iquiteños, hombres de vida demasiado tranquila. Charapas, así se los llama cargosamente por estar marcados con la imperdonable condición humana de la lentitud, como si estuviesen en falta por ser así. Iquiteños, hombres regidos por el movimiento del sol y las pautas de una naturaleza feroz de una ciudad a la que sólo se puede arribar por avión o barco. Seres que depositan en el chamán el privilegio del dominio de las claves de la selva para tornarlas en beneficio propio mediante ceremonias de origen incierto.
El turista elige en Iquitos qué vida quiere llevar. Puede tomarse un avión desde Lima y allí quedarse en la extravagante Iquitos, con su mercado de infinitas fragancias y matices, y las dragotecas donde expenden las bebidas afrodisíacas. La selva: nada más que mirarla al otro lado del Nanay. Se puede también partir de Lima, pero salir de Iquitos e ir a pernoctar a un lodge, alojamiento rústico que queda a una hora de navegación, sin luz eléctrica, pero que al menos posee radiocomunicación, faroles de querosén, agua mineral y una población ribereña a pocos metros. La selva: paseos nocturnos, senderos de corta duración y salidas embarcadas por riachos, siempre regresando al tambo.
Si la aventura parece insuficiente, se pueden obtener grados de salvajismo mucho mayores: ir a un lodge que se halla a 200 kilómetros de Iquitos y hacer una vida totalmente natural, acampando en la selva durante varios días y haciendo un trekking de largo camino para convivir con alguna de las tribus realmente autóctonas y que se hallan aisladas en algún rincón insospechado e inubicable de la rainforest peruana. La selva, con toda la furia; se convive con ella todo el tiempo.
De uno a veinticinco días, las propuestas se hacen a la medida de la tolerancia de cada viajero. De la resistencia a los insectos, del aguante a pisar barro y escuchar sonidos desconocidos, misteriosos. Y a no preocuparse, que nadie va a ser convidado con niguna bebida extraña si no es por propia decisión, porque los chamanes son gente seria y responsable que provocan alucinaciones para curar, como algo divino, dicen los iquiteños. ¿Pero y si uno da con un brujo en lugar de dar con el chaman ? ¿Y si a la hora de la cena, en lugar de carne de res, lo que se sirve es ceviche de boa, chicharrón de lagarto o trozos de un aguerrido caimán capturado en una laguna amazónica?
No hace falta obsesionarse con que los charapas o los ribereños se alimentan, entre otras cosas, del gusano vivo de la palma mezclado con el chifle, el plátano frito. Pero es sano pensar que no sería tan duro de probar la cecina con carcocho, el plátano con manteca de chancho. Además, como en todas partes del mundo, existen el pollo, la carne, el pescado (como el paiche o pirarucú), las verduras, las frutas frescas, el arroz y los frijoles. La medida de la expedición la determina el viajero, si bien una pequeña cuota de sorpresa se va a mantener para darle a la visita del Amazonas peruano una buena dosis del sabor de lo desconocido.
Andrés Pérez Moreno
Una liana inmejorable
Cómo llegar
- Buenos Aires-Lima, desde 551 dólares en temporada alta. Lima-Iquitos: 130.
Reservas en Buenos Aires
Por Aeroperú: avenida Santa Fe 840. 311-6079
Por Aeroperú: avenida Santa Fe 840. 311-6079
Moneda local
Sol Peruano: 1 dólar, 2,60 soles.
Sol Peruano: 1 dólar, 2,60 soles.
En Iquitos (precios en dólares)
- Bebidas afrodisíacas
Siete raíces, 2.
Para para, 2,5.
Espérame en el suelo, 4. - Almuerzo: desde 3.
- Mototaxi: paseos de una hora, 4.
- Alojamientos en la ciudad
Gran Hotel Iquitos, 43 la habitación doble.
Victoria Regia, 60.
Paquetes
- Nueve días, 8 noches (Lima, Cuzco, Valle Sagrado, Machu Picchu y dos días en Iquitos, en un lodge) 1894.
- Siete noches en Iquitos: 1610, pensión completa.
Mototaxis entre azulejos que llegaron de Europa
IQUITOS.- A lo largo de la cuenca del río Amazonas existen tres ciudades de importancia. Dos de ellas están en Brasil, Manaos y Belén, sobre el Atlántico; la restante en Perú, Iquitos. La frontera con el país carioca se halla a 390 kilómetros y la ciudad de Manaos está a más de 1800 kilómetros río abajo.
Iquitos es una ciudad que tuvo auge con el negocio del caucho, llegando a una producción anual de 17.000 toneladas. De la época quedan algunas construcciones, donde se utilizaron azulejos portugueses y venecianos, y una casa diseñada por Eiffel, que también fue el creador de la Opera de Manaos.
Luego, el boom del caucho decayó por la competencia asiática e Iquitos pasó a depender del palo rojo, del que se obtenían ácidos para ser utilizados como pesticidas; asimismo se explotaban otros productos naturales.
Desde 1960, Iquitos se constituyó en un centro petrolero de gran importancia. Actualmente, la gran salida económica resulta de la extracción del crudo y de la manipulación de productos agrobiológicos, elementos de la selva destinados a la medicina natural.
Iquitos es una ciudad no muy pintoresca pero apacible, excepto por el ruido de las decenas de miles de motocicletas que transitan sus calles. No existen casi taxis automotores, los ómnibus son escasos y precarios, y los motocarros, el medio de movilidad perfecto para llegar por poco dinero a cualquier parte.
Las mototaxis fueron impulsadas por un funcionario de Honda, de Perú, el señor Mabila, que introdujo en Iquitos el diseño asiático, como hay en Malasia o Tailandia, ideal para climas tropicales.
Una temporada con los brujos
Alternativas: el lugar se ha transformado en el centro operativo de los tours que se ofrecen en el Amazonas; hay desde ecoturismo hasta opciones para el coraje.
IQUITOS.- (El Mercurio de Chile, Grupo de Diarios América.) Desde el ómnibus, Iquitos parece un villorrio del sudeste asiático. Cientos de motos, de todo tipo y colores, forman un ruidoso enjambre que inunda sus calles.
Ya en el hotel, los guías que conducen al albergue de la selva advierten que no se verán muchos animales, pero sí habrá avistaje de algunas tribus.
Salimos a comprar todo el repelente que se pudo conseguir. En el camino, junto al malecón, vendedores de vituallas ofrecen cráneos de jaguar o dedos de lagarto, sólo compramos varias lociones y fuertes inciensos.
Iquitos brilla por su exotismo y porque es, literalmente, la puerta de entrada al Amazonas peruano, rodeado de lugares tranquilos, salvajes e inexplorados. Los más cercanos son el balneario de Quistococha a 13,5 kilómetros al Sur (cuenta con laguna y zoológico), la granja de Puerto Almendra (un sitio experimental de la Universidad del Amazonas) y las playas de Santa Clara, a menos de cuatro kilómetros del centro.
Más lejos hay lugares aún más inquietantes, como la reserva de Pacaya Samiria (en la confluencia de los ríos Ucayali y Marañón), el lago Rimachi en el Alto Amazonas o Leticia, en la frontera colombiana cerca de la que está la isla de los Monos y el lago Tarapoto, con la más alta densidad de delfines rosados del Amazonas. Y todavía un poco más lejos hay otras alternativas. Pero requieren altas dosis de coraje y cierto entrenamiento de combate. Por ejemplo, desde Iquitos, navegando cinco días río arriba, se pueden encontrar comunidades de los temibles jíbaros.
Turismo virtual Junto a Iquitos se levanta Belén, la Venecia del Amazonas, pequeña ciudad flotante en la que viven más de 20 mil personas. Allí se toman las lanchas a Tabatinga, el poblado fronterizo con Brasil desde donde parten las grandes naves que luego de serpentear más de 1500 kilómetros arriban finalmente a Manaos, la capital del Amazonas brasileño.
Belén es también zona de brujos. Frente al río está el mercado, una espectacular feria en la que no sólo se venden especies para la cocina tradicional, sino también licores afrodisíacos (como el potente Siete Raíces), que se promocionan junto a grandes esculturas que ilustran las bondades sexuales de extrañas plantas. Además, allí se ofrecen todos los ingredientes para preparar la famosa infusión conocida como ayahuasca o caapari; el té sagrado del Amazonas.
Efectivamente, la mayoría de los curanderos que viven en Belén -conocidos como ayahuasqueros- compran sus insumos en el mercado. Y lo hacen en la oscura tienda de la señora Lucía Mela, ubicada al final del pasaje Paquitas. En La Cabaña, como es conocido el local recomendado en todos los números de la revista Shaman Drumm (publicación new age de Los Angeles, California), se puede encontrar con tiempo a la mayoría de los brujos de Iquitos.
El ayahuasca es un brebaje que se consigue tras cocinar por más de seis horas una liana selvática junto con hojas de, al menos, otras dos plantas. El resultado es una potente bomba de alcaloides, de reconocidas propiedades telepáticas y alucinógenas.
El consumo de ayahuasca es popular en Iquitos y es ofrecido en piezas especiales que tienen algunos hoteles. Por eso, también diariamente salen de la ciudad pequeños tours a cargo de un curandero y uno o dos ayudantes. En el viaje virtual, el brujo da de beber la pócima a los turistas y los mantiene tranquilos, otorgándoles bocanadas de humo y cantos rituales, conocidos como ícaros. Luego de media hora se accede a un viaje mágico, en el que está garantizado el diálogo con los espíritus y el contacto con los lejanos habitantes de Ganimedes. Eso si el cliente logra cruzar la puerta al mundo invisible de los chamanes.
Jugando con serpientes El mismo micro destartalado del aeropuerto nos lleva hasta el río Nanay. Ahí nos embarcarnos en un lanchón con techo de paja y primero nos dirigimos a visitar a los indios bora-bora. Ellos llegaron desde la Amazonia ecuatoriana y no queda claro si arribaron solos o los alquilaron para el show. Nos reciben con la danza de la anaconda y, luego de ofrecer más bailes rituales, vociferan insistentemente sus artesanías. No venden mucho y en la cara de los turistas hay cierto desconsuelo. El ambiente tiene algo de Disneylandia y no alcanzamos a irnos cuando ya los bora-bora han comenzado a sacarse el maquillaje.
Partimos hacia Sinchicuy Lodge, el hotel ubicado a una hora y media de Iquitos. Todo parece construido por scouts. El albergue es un conjunto de palafitos, con hamacas, guacamayos y tucanes en sus jardines.
El tour de la tarde comienza con una visita a la aldea de los yaguas. Pero ellos no parecen muy felices de trabajar en domingo. Andan con la caña y sólo ríen cuando el guía comenta que aún practican la poligamia. Sólo se entusiasman cuando les pedimos que muestren una antigua cerbatana y las flechas con curare que alguien guarda en un cofre.
Ninguno de ellos se inmuta cuando partimos y el recorrido continúa sobre el gran río; primero para visitar una rústica molienda de caña, en donde también preparan cachaça, el dulce y embriagador licor. Finalmente, el plato fuerte es la visita al hombre de las boas. Desembarcamos y un rugido fantasmagórico enloquece a un mono en cautiverio.
Allí, el astro de la tarde muestra orgulloso un bebe cocodrilo, una iguana y una rarísima tortuga prehistórica. Enseguida, como él es el dueño del circo, saca dos gigantescas anacondas de unas cajas -que amplifican el horror- y se las echa sobre sus hombros. Es el preludio para que el hombre de las boas trate de vendernos unas botellas de Siete Raíces.
Al regresar al albergue, el conductor se detiene en un remanso del río en el que es posible observar delfines. La temperatura es ideal. No hay mosquitos y el río luce como un gran tazón de milo. De pronto, el guía deja de hablar de pirañas o raras enfermedades y todo queda en silencio. En esos segundos, se escucha el azote de una cola sobre la superficie y a unos metros, un delfín arquea el dorso mostrando por un instante su piel rosada.
Luego, nos echamos al agua y nadamos. Y reímos, claro, porque no estaba nada mal una plácida tarde de domingo en medio del mítico Amazonas.
Sergio Paz