
OCHO RIOS, Jamaica.- Por estos lugares, hay dos palabras que parecen resumirlo todo: no problem . Estampada en las remeras promocionales que se venden en todas las esquinas o usada como latiguillo en cualquier conversación, esa frase -no hay problema- parece una verdad indiscutible de esta pequeña isla caribeña.
Ni siquiera los grillos que pueblan la noche de un sonido casi ensordecedor pueden alterar el orden de las cosas o dañar esa máxima que guía a los habitantes de Jamaica. Al contrario, casi se puede agradecer ese tintineo insistente que atraviesa hasta las ventanas más herméticas. Sin ellos, todo sería silencio en la noche. El mar, oscuro sólo a esas horas, avanza tan sigilosamente que podría no estar allí.
El día es distinto, más lleno de música, sonidos, movimientos. El sol brilla desde temprano, con una puntualidad tan inalterable que casi todos los hoteles de la isla se ufanan en garantizar días soleados. Y si el astro se empecinara en no brillar -cosa que raramente ocurre- premian al huésped con un día más. De sol, claro. Lo cierto es que allí nada desentona con el paisaje: ni las palmeras, ni las plantaciones de café o de mangos, ni el mar, por supuesto. Todo parece puesto en su lugar para el deleite y la contemplación.
Al menos para quienes se instalan entre los límites que delinean los hoteles y resorts. No es que las calles sean especialmente peligrosas, pero la dura economía jamaiquina -que establece un sueldo promedio de 300 dólares por cabeza- contrasta notablemente no sólo con las postales de viaje, sino también con el lujo que aseguran los hoteles a los recién llegados.
Así y todo, en las calles de las pequeñas ciudades, con sus infaltables torres de reloj como centro, los jamaiquinos sólo parecen dispuestos a observar el apacible transcurrir de la vida desde las sillas que acercan hasta las puertas de sus casas. Sonríen, saludan, posan para las fotos, piden la respectiva propina por ese servicio y vuelven a su ensimismada ocupación.
Está claro. Tal como informan los pocos y antiguos carteles publicitarios que adornan los caminos de la isla, el principal ingreso de Jamaica es el que dejan los miles de viajeros que se llegan hasta aquí: "Uno de cada cuatro jamaiquinos trabaja para el turismo", insisten los avisos. Y debe de ser así. Al menos, casi toda la costa norte de la isla está poblada de hoteles especialmente diseñados para los visitantes.
Y los jamaiquinos que no trabajan en esos complejos, se las ingenian para vender, por las calles o en las múltiples ferias artesanales, desde coloridos pescados recién sacados del mar hasta cassettes grabados de viejas bandas de reggae. Todo al insólito precio que se les ocurra en ese momento y por el que -es bueno saberlo- hay que pelear hasta conseguir una mejor oferta. El regateo, como la frase que los identifica, es uno de sus pasatiempos predilectos, y casi es una ofensa no prestarse a ese juego.
En la feria de Ocho Ríos, una de las más grandes y características de la región norte, se exhiben las principales artesanías de la isla: el tallado en madera. Especialistas en este arte, los jamaiquinos se toman hasta seis meses para darle forma a la innumerable oferta de maderas que ofrece la naturaleza.
Junto a ellos, y disfrutando obviamente de esta oportunidad que les dio el Mundial, es posible también conseguir cientos de remeras estampadas con los nuevos ídolos de la isla: los Reggae Boyz, como llaman familiarmente al equipo nacional jamaiquino.
Por estos días, los jugadores se han convertido en las figuras más populares de Jamaica. Al punto que los objetos que aludían al Mundial excedían la fiebre que siempre despertó la otra gran figura de la isla: Bob Marley. Hoy, los Reggae Boyz son las estrellas, más allá de los resultados de los primeros partidos.
No hay mucho más en las calles de las ciudades. Unos pocos bares con su correspondiente oferta del característico ron punch y unos cuantos negocios son las mayores distracciones de las empobrecidas ciudades jamaiquinas. Excepto en las ciudades costeras, donde los hoteles y el turismo han traído el contrastante desarrollo, el resto de la isla parece quedada en el tiempo.
Ni siquiera las rutas principales han progresado demasiado. Angostas, apenas permiten el paso de los autos en ese sentido inverso que dicta la costumbre inglesa que heredaron de cuando fueron colonia.
El campo y la niebla
Pero no todo es playa y fútbol en la oferta turística jamaiquina. Con la comodidad que aseguran las cortas distancias de la pequeña isla, es fácil acercarse hasta el río Martha Brave (cerca de Falmouth) para hacer uno de los típicos paseos en jangada, especie de góndola jamaiquina construida de cañas. O acercarse hasta el museo de los indios arawaks para conocer algunos datos sobre los primeros habitantes de Jamaica.
Además, muy cerca de Ocho Ríos, pero internándose en el corazón de la isla, se alzan varias construcciones de 1755 que ahora fueron convertidas en hoteles.
Es el caso de Good Hope, una casona estilo inglés, que ofrece unas vacaciones diferentes para los viajeros menos interesados en la playa y el sol.
Cada una de las habitaciones conserva, en estos lugares, la magia de aquellos tiempos lejanos. Good Hope, por ejemplo, mantiene casi intacto todavía, el primer baño de agua caliente de la isla tal como fue construido en aquel entonces. Por las ventanas de la casona puede verse el inmenso campo con sus prolijas plantaciones de café y mango. Pero sus habitantes aseguran que no hay nada mejor que madrugar para espiar al menos cómo la niebla cubre toda esa extensión de verde y de montañas y se va alejando mientras asciende el sol.
Claro que, además del relax obligado que ofrecen, estas casas están equipadas para hacerles frente a los calores del verano con sus respectivas piletas. Y para los que quieren combinar la playa con este paraíso, el camino los acerca en apenas veinte minutos al mar.
Sólo es cuestión de elegir. De saber qué vacaciones se prefieren: la playa o el descanso del campo. En todo caso, en Jamaica existen las dos opciones. Y en cualquiera de los dos casos, no hay problema.
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