
Japón, en el cuaderno de viaje de Kipling
La vida de este país tiene pródigos referentes en la obra del escritor, que admiró el sentido artístico y estético de sus habitantes y advirtió sobre las consecuencias que alcanzaría el proceso de occidentalización
30 de octubre de 1998
En algún punto de su viaje por Japón, Rudyard Kipling recuerda esa maravillosa anécdota del marinero que, después de leer un diccionario, dijo que le parecía que las historias estaban muy bien contadas, pero que eran todas demasiado variadas; y de algún modo su relato de aquel viaje realizado en 1889 se presenta como la contrapartida de esa diversidad. Kipling visita más de diez ciudades japonesas y en todas las instancias de su trayecto se dedica a observar las mismas cosas, se deja llevar por una serie muy definida de temas que lo obsesionan.
Uno, el principal, es el proceso de occidentalización por el que Japón estaba comenzando a atravesar por aquel tiempo.
Después del aislacionismo en que el último shogunato había mantenido al país durante más de dos siglos, había acuerdo entre las elites gobernantes japonesas de que la apertura hacia Occidente era la única salida posible.
A esta conclusión había contribuido una sostenida presión occidental liderada por los Estados Unidos, con demostración de poderío armamentista incluida.
Los gobernantes del período Meiji, con Mutsu Hito en la cima del poder, habían comenzado, en 1868, el proceso de occidentalización que había dado una de sus muestras más contundentes sólo un par de meses antes de que Kipling arribara al Japón: después de muchos viajes de intelectuales y hombres de leyes a Estados Unidos y a distintos países de Europa, finalmente se había redactado la Constitución japonesa.
Y ella ocupa, sin duda alguna, el primer puesto en las preocupaciones de Kipling: no resiste la occidentalización, la ve como amenaza, como la pérdida del alto sentido artístico y estético que tanto admira en los japoneses, como la descomposición de todo en aras del progreso. El, un oriental formado bajo un imperio de Occidente, intenta ver en Japón la permanencia de un mundo utópico, el país donde todos viven entre cerezos y sedas, despreocupados de todo lo que no sea el bienestar y el arte.
Hacia el final, ya furioso después de una discusión con el director del periódico Tokyo Public Opinion, entusiasta defensor de la Constitución, se torna profético y dice que en el futuro los japoneses se verán obligados a trocar su saludable ocio por la obligación de trabajar en exceso, su dedicación al arte por la maquinaria industrial, su aislamiento por el hecho de ser estafado por las otra naciones, sus vestimentas por los "disfraces de pantalones y chaquetas hechos en serie", y entonces "lamentarán el haber empezado a jugar con la gran máquina de salchichas de la civilización".
A pesar de sus obsesiones y denuncias, Kipling no es nunca solemne; y para contribuir a evitar toda solemnidad de tono suele recurrir a una estrategia similar a la que utiliza Hippolyte Taine en su viaje por los Pirineos: se desdobla en otro personaje -en este caso denominado el Profesor- que constantemente se burla de él y de todas sus teorías, y hasta de sus más mínimas observaciones.
En el trayecto en tren entre Osaka y Kyoto, por ejemplo, anota: "Dice el Profesor que eso que yo llamo búfalo es en realidad un buey. Creo que lo peor que tiene el viajar con un hombre preciso es justamente su precisión".
El mismo Profesor suele ser el que remata sus largos parlamentos en contra de la modernización de Japón, y sus aciagas profetizaciones con una línea irónica.
Los signos de un imperio
Todos los referentes del mundo japonés van apareciendo en el relato de Kipling, y en cada caso van desplegando rasgos de su estilo: el humor, la observación punzante, el placer de ver y de contar siempre presente.
Los templos, entre ellos, tienen un lugar preferencial: dice acerca del templo principal de la ciudad de Kobe, donde siente la impotencia de desconocer por completo la fe que lo anima: "En un recinto interno donde se encontraba el más bonito de los jardines había una tabla dorada sobre la que se recortaba, en un alto relieve de bronce martillado, la figura de una diosa de ropaje flotante.
Los caminos debajo estaban sembrados de guijarros blancos como la nieve y alguien había escrito, con guijarros rojos sobre el blanco: ¡Cuánta felicidad! Uno podía tomarlo como quisiera: con un suspiro de satisfacción o con una interrogación desesperada".
Y de los templos de la ciudad de Nikko: "Dicen que jamás un hombre ha proporcionado dibujos, detalles o descripciones completas sobre los templos de Nikko.
Tan sólo un alemán podría intentarlo, pero le faltaría sentimiento. Tan sólo un francés podría salir airoso en cuanto a sentimiento, pero sería inexacto".
En Nagasaki, su punto de arribo, va a una casa de té. "Les aseguro que no hay dignidad alguna en el hecho de sentarse en los peldaños de una casa de té y quitarse los zapatos embarrados.
Y es imposible resultar fino cuando uno anda con calcetines sobre un suelo pulido como un espejo y una muchacha primorosa le pregunta dónde quiere comer.
Si pasan por una situación similar, lleven por lo menos un par de calzado respetable, y no se queden ahí, como yo, con los pies enfundados en unas cosas pardas con un zurcido en el talón, intentando conversar con una geisha."
En Yokohama va al teatro, donde encuentra "el vestuario tan fastuoso como incomprensible el argumento", donde se pierde en hipótesis acerca de éste último indefectiblemente equivocadas, donde encuentra un policía junto al que debe ubicarse, "un hombre de un metro cincuenta, parado, que me hizo pensar que ni siquiera Napoleón en Santa Elena -la isla donde murió- se debe haber cruzado de brazos con tanto dramatismo".
Kipling, como en esta representación teatral y como buen viajero imperial, jamás intenta comprender al país donde está.
Prefiere, en cambio, ubicarlo como perla en extinción de su propio mundo utópico, y dedicarle párrafos como éste: "Los japoneses son un gran pueblo.
Sus albañiles juegan con la piedra, sus carpinteros con la madera, sus forjadores con el hierro, y sus artistas con la vida, la muerte, y con todo aquello que puede captar la mirada".
María Sonia Cristoff
Vivencias de mar a mar
"En definitiva, hay solamente dos tipos de hombres: los que permanecen en el hogar y los que no", dijo alguna vez Rudyard Kipling, tal vez justificando su causa itinerante. A los 6 años dejó su India natal y marchó a estudiar a Londres, tierra de origen de su padre, que era superintendente del Museo de Lahore.
Antes de cumplir los 20 años volvió a la India, donde trabajó para dos diarios. Para el segundo de ellos, el Pioneer, de Allahabad, escribió las cartas desde Japón que luego, en 1899, fueron recopiladas en el libro De mar a mar . (Hoy se encuentra en Editorial Laertes, simplificado bajo el título de Viaje a Japón. ) Ese mismo viaje incluyó Birmania y los Estados Unidos, en trayectos que luego también fueron relato. Después, a los 23 años, volvió a instalarse en Inglaterra, donde ya había un público victoriano seducido por sus narraciones en las que aparecía la India que ellos querían ver. Desde la metrópoli produjo gran parte de su obra poética, en la que abundan las alabanzas al Imperio Británico y que constituyen la parte más débil de una literatura en otros aspectos brillante.
Viajó por Australia y por Sudáfrica antes de casarse e instalarse en un pueblo de Vermont, Estados Unidos, donde su obra se vio influida por el retorno a la vida natural, filosofía entonces tan en boga en el pensamiento norteamericano. De ese período es su obra El libro de la selva, que con el tiempo se convertiría en uno de los productos más exitosos del Disney para niños.
Estaba de vuelta viviendo en Surrey, Inglaterra, cuando publicó Kim , su última novela y la más famosa, más tarde llevada al cine en inmerecida producción hollywoodense. Allí, mientras narra la historia de un niño huérfano que cumple una misión del Servicio Secreto y peregrina junto a un lama tibetano, su India vuelve a ser protagonista.
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