

En otro octubre, el de 1976, Juan Carlos Distéfano organizaba su primera muestra de esculturas; en este octubre de 1998 acaba de atravesar la gran retrospectiva de su obra organizada por el Museo Nacional de Bellas Artes. El, como reacción básica, toma gotas para los nervios y dice que odia exponer.
"Siempre me ha pasado lo mismo; hasta aquella primera muestra de 1976, cuando yo ya tenía más de 40 años, había hecho solamente dos muestras de pintura." Dice también que la del setenta fue una década marcada por los traslados: antes de la emigración forzada que tuvo que improvisar poco tiempo después de la muestra, hubo otro viaje más feliz. Un año de beca europea.
Fue durante ese período que hizo uno de los viajes más interesantes de su vida, por decirlo de un modo rimbombante. Iba hasta una ciudad alsaciana a ver, en vivo y en directo, una obra con la que soñaba hacía tiempo, con una pasión que incluso no había logrado aplacar la mezquindad de las reproducciones.
"Yo estaba en Italia y me acuerdo que cuando llegó el día de partir no podía soportar el trayecto, el hecho de que me faltaran kilómetros para llegar al Retablo de Isenheim , la obra que yo iba a ver. Era pura ansiedad. Griselda (Gambaro) y yo nos subimos al auto una mañana y cruzamos toda Suiza sin respiro hasta llegar al nordeste de Francia, donde está Colmar.
"Me acuerdo que yo veía pasar los Alpes, los lagos, como hipnotizado, no registraba realmente nada; era como si tuviera todos los sentidos únicamente expectantes por lo que vendría. Crucé toda Suiza en auto y no tengo ningún recuerdo de nada.
"Llegamos a Colmar cuando ya casi terminaba la tarde, y me gustó la impresión fuertemente medieval que irradiaban las casas, la piedra. Dejé todo en el primer hotel que encontré y salí corriendo, literalmente. Llegué rápido a la iglesia donde está el Retablo y me quedé ahí extasiado, inmóvil. Esa pieza es algo inagotable, interminable, indispensable."
Ese oscuro objeto
El Altar de Isenheim es un retablo de transformación, con partes pintadas y esculpidas que se podían enseñar a los fieles en distintas combinaciones, según las festividades religiosas lo requirieran. Fue encargado en el siglo XV por el abad Guido Guersi y se lo considera uno de los monumentos más impactantes de la iconografía cristiana.
"Es una obra espeluznante, no se puede creer todo lo que se puede ver ahí, aprender. Se trata de un políptico inmenso, todo pintado y esculpido, donde se pueden ver la Crucifixión, la Ascensión, las Tentaciones de San Antonio. Y todos esos monstruos increíbles que acosan a San Antonio son algo inigualable, se aprecia realmente la belleza de lo horrible.
"Yo no exagero si digo que es una de las pinturas más maravillosas de la Tierra, y fue tan fuerte para mí saberlo a medida que estaba frente al retablo... Ese mismo día me quedé hasta que me echaron, y el resto de mi estada en Colmar fui a verlo todos los días. Me quedaba ahí y no dejaba de descubrir cosas. Es una pintura desesperada, la obra de un hombre que está hablando crudamente del mundo que le tocó vivir. Después de muchas discusiones acerca de su autoría, se determinó que fue creación de Matías Grünewald, un personaje muy oscuro.
"No se sabe la fecha exacta de su nacimiento, sólo que ocurrió en los últimos años del siglo XV, y que era una persona muy recluida, solitaria, que vivió sin demasiada fama ni sobresaltos en la zona de Maguncia, la actual ciudad de Mainz, a orillas del Rin. Se han generado muchas discusiones tratando de adscribírsele o negársele muchas obras de la escuela alemana, pero sin duda el Retablo es su máxima creación."
También, durante muchos años, se le atribuyó la parte pintada del Retablo a Durero, después a Baldung Grien y a Martín Schongauer, hasta que, finalmente, en el siglo pasado, se demostró con certeza la autoría de Grünewald.
"Algunas de esas tantas veces que fui a verlo me acompañó Griselda, y era como verlo otras tantas veces más, porque ella lo miraba desde el punto de vista de alguien que no viene de la plástica, que viene de la escritura, y sus comentarios me hacían ser consciente de otras cosas, me confirmaban la riqueza infinita del Retablo .
"Las horas de calma que pasé frente a esa obra, mirando el Cristo verdoso, la amplitud, la espontaneidad de Grünewald, que lo alejan de toda similitud con Brueghel, con Bosch, me proporcionaron un verdadero estado de éxtasis."
Con el transcurso de los días, dice Juan Carlos D. que recobró una cierta capacidad de registrar paisajes, ciudades, todo lo que estuviera más allá del Retablo de Isenheim . Entonces vio a Colmar, una ciudad que todavía conserva algunas casas de los siglos XV y XVI, una iglesia gótica erigida por Federico II en el siglo XIII y un convento de dominicos de la misma época en el que se preserva una interesantísima colección de arqueología y de historia natural.
Colmar guarda, además, vestigios varios de las distintas dominaciones por las que atravesó desde 1278, cuando Rodolfo de Habsburgo le concedió derecho de ciudad: la germana, la francesa, la sueca.
Algunos de los recuerdos de Juan Carlos D. tienen mucho de esa atmósfera medieval de los principios colmarianos: caminaba una noche por el pueblo, silencioso y tranquilo y, de pronto, todo fue invadido por los acordes de Bach que salían de una iglesia escondida en una esquina.
Otros hablan del olvido del arte que todo verdadero artista practica: un restaurante alemán con mesas largas, de madera oscura, donde Juan Carlos D. comió el bife a la pimienta más delicioso de toda su vida.
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