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KATMANDU

Una trama indeleble de siglos envuelve los ritos y las manifestaciones artísticas de la capital de Nepal; bajo la sombra del Himalaya se extiende un laberinto de templos, dioses y religiones en medio de las amables y arraigadas costumbres de la gente; una ciudad que atrapa los sentidos del visitante y lo deja atónito




No es extraño que la tierra que vio nacer a Buda, que alberga al Everest (8848 metros), la montaña más alta del mundo, y venera a la Kumari, una diosa viviente, sea un lugar de culto entre los viajeros. Debido a su estratégica posición geográfica entre dos colosos, la India y China, tanto la historia como la cultura y la lengua de Nepal son una síntesis de las influencias de los pueblos mongoles del norte de Asia y los caucásicos de la India.
En materia religiosa, la mezcla entre el budismo tibetano y el hinduismo es tan poderosa que más de una vez resulta complejo diferenciarlas. Y acaso por esas características sobre su naturaleza, un reino tan remoto y fascinante como Nepal ostenta una capital no menos luminosa.
Ya se dijo hace más de cien años que Katmandú es "una ciudad con tantos dioses como habitantes y tantos templos como casas".
Los años pasaron desde las descripciones de aquellos primeros viajeros-cronistas y aunque en Katmandú se tome Coca-Cola y los ciudadanos actualizados usen jeans, en más de un aspecto los tiempos modernos todavía están en camino. Por la concentración de arte, cultura y tradición, Katmandú es una de esas capitales que piden más de una visita. Si bien con una, definitivamente, no es suficiente, puede ser la llave para asomarse a otras costumbres y despertar, de una vez y para siempre, la curiosidad por Oriente.
Uno puede viajar a Nepal como un turista más de vacaciones, que mira la ciudad por la ventanilla de un micro, come en restaurantes occidentales y se hospeda en hoteles internacionales. Sin embargo, no hay como explorar cada recodo de Katmandú a pie, probar el dhal bhat o dormir en los modestos guest houses de Tamel.

Historia y tradiciones

El valle de Katmandú, formado por la capital y las ciudades vecinas de Patan y Baktapur, es el centro histórico de Nepal y allí se concentran templos y palacios que testimonian la habilidad con que se desempeñaban los antiguos arquitectos y artistas del reino.
Entre las numerosas etnias que pueblan el país, los newaris habitaron originalmente el valle y durante la dinastía de los reyes Malla, puntualmente entre 1600 y 1700, se construyeron los edificios imponentes que hoy es posible ver y, en algunos casos, visitar. Por aquellos años, cada una de las tres ciudades principales del reino era concebida como un minirreino o monarquía independiente, que contaba con su rey propio, palacio y viviendas especiales para las castas más altas.
Por esa razón, en el área relativamente exigua que comprende el valle de Katmandú -25 km de Este a Oeste y 20 km de Norte a Sur- se destacan tantos palacios y trabajos artísticos. En 1768, Prithvi Narayan Shah, procedente del reino de Gorkha al oeste de Nepal, conquistó el valle y estableció su capital en Katmandú. La nueva dinastía, que reina hasta nuestros días, unificó el país y fijó como oficial el lenguaje nepalés, que reemplazó al anterior newari.
El centro histórico de la ciudad y los barrios vecinos presentan el mismo diseño que hace varios lustros: construcciones bajas con balcones tallados en madera y pequeñísimos negocios a la calle; arterias angostas como pasadizos; mercados con emormes repollos, tentadoras bananas y mucho, muchísimo ruido.
En efecto, el movimiento o trajín propio de una ciudad occidental no puede, en Katmandú, tener otro nombre que caos, al menos durante los primeros días. Poco a poco, el desorden se torna conocido y, finalmente, uno se acostumbra tanto que al regresar no sería raro que comparara a la Argentina con Suiza. De repente, en medio del alboroto, a la vuelta de una esquina cualquiera, un templo maravilloso o una imagen con los inmensos ojos de Buda concentran las plegarias de los devotos, que no se enteran de los bocinazos con que un motociclista pretende que una vaca sagrada se mueva del medio de la calle, ni de las acaloradas negociaciones entre un vendedor de gallinas vivas y el propietario de un comercio que, a juzgar por los gestos, exige un mejor precio. Salvo bien entrada la noche, cuando un silencio decisivo parece haber deglutido el desorden, las calles de Katmandú desbordan de gente que trabaja, pasea o simplemente se desplaza.
Los rickshaws, tanto con motor como en bicicleta, se convirtieron en el transporte más utilizado por los viajeros que frecuentan las principales ciudades asiáticas.Y Katmandú no es una excepción.
Estos vehículos, con un caparazón plástico debajo del cual se ubican los pasajeros, funcionan como los taxis urbanos. Si se contrata uno con motor, el trayecto se pagará sensiblemente más que si es un cyclerickshaw, la versión a pedal. Supuestamente, la razón es obvia: uno llegará antes que otro. Sin embargo, debido al estado del tránsito -que admite no sólo vacas, sino hasta elefantes- toda certeza está en jaque. Más aún, es muy posible que los pasajeros que son remolcados por el ciclista logren escurrirse más fácilmente de los atascamientos y lleguen antes a destino.
Algunos podrán pensar que la siguiente afirmación es exagerada, pero otros sabrán que tiene fundamento: más de una vez la manera más efectiva de alcanzar un domicilio en la ciudad es paso a paso, esquivando autos prehistóricos, motos con cargamentos de cebollas, vendedores de plumeros gigantes y otros obstáculos casi surrealistas. La sola mención del nombre Katmandú puede implicar, en los pensamientos de más de un turista, un lugar lejano y hasta improbable. Sin embargo, es bueno saber que es mucho más accesible de lo que parece. Si bien en nuestras latitudes un viaje a Katmandú puede sonar exótico, hay que tener en cuenta que desde la época en que los freaks la eligieron como destino de sus viajes iniciáticos, la afluencia de turistas occidentales es constante y la ciudad está preparada -a su manera- para recibirlos.
En aquellos años, fines de los sesenta y principio de los setenta, Nepal se abría a Occidente luego de un prolongado ostracismo.
Gobernados por los románticos designios del flower power, los hippies llegaban, muchas veces por tierra, a Katmandú que, igual que Kabul (Afganistán) y Kuta (Bali), formaba parte de la ruta de las tres k y prometía hashish y heroína sin restricciones y a bajo costo.
En aquel tiempo, y en honor a ellos, se rebautizó la calle Jochne por Freak Street, que se transformó en un punto de encuentro de viajeros de todo el mundo.
En esta época, Katmandú también es un centro de reunión, un cruce de rutas para intercambiar información y experiencias de viaje, una parada obligada de los que peregrinan por Asia. Sin embargo, la concentración ya no es tanto en Freak Street, sino en Tamel, un barrio situado un par de kilómetros más al Norte y habitado casi exclusivamente por turistas.
La plaza de Durbar es el corazón de Katmandú antiguo, y un lugar de esos que uno no quisiera irse nunca. Desde todos las ángulos, templos con el estilo de las pagodas chinas rodean y abrazan los límites de la plaza.
En nepalés, durbar significa palacio y efectivamente allí está el Palacio Real o Hanuman Dokha, que fue hasta el siglo pasado la residencia del rey.
La zona de Durbar se forma a partir de la comunicación de las plazas de Basantapur, desde donde nace la calle Freak y la zona del Palacio Real.
El camino de Tamel a Durbar es una sucesión de calles angostísmas y serpenteantes, con un negocio al lado del otro. Literalmente, no existe una puerta al exterior que no sea un comercio: artesanías, restaurantes, antigüedades y hasta mecánicos dentales, cuyas tiendas se pueden identificar por una gran dentadura pintada -a ojo de buen cubero- en un letrero que ocupa todo el frente.
No importa desde qué punto de la ciudad uno acceda, la llegada a Durbar cobija siempre un suspiro placentero. Porque estar en ese espacio totalmente rodeado de templos y en donde la espiritualidad casi se huele en el aire, es subyugante; porque viene bien un retazo de cielo abierto alejado de los rugidos y el smog de las motos, ya que a Durbar sólo entran los cyclerickshaws; porque no hay nada como sentarse en el último escalón del Maju Deval -un templo dedicado al dios Shiva- y, desde allí arriba, sólo entregarse al delicado fluir del tiempo.
Carolina Reymúndez

Reino en miniatura

En una de las esquinas de Durbar, reside una pequeña diosa viviente. La Kumari Devi es, ante todo, una virgen. No tiene más de cuatro o cinco años y, según se cree, es una reencarnación de la diosa Durga. Por supuesto la diosa no es una niña cualquiera, el proceso de selección es riguroso: debe pertenecer a la casta Newari Shakya, no tener marcas o heridas en el cuerpo y responder a 32 señas particulares, entre ellas la de permanecer impasible ante el pánico.
La Kumari habita en Kumari Bahal y su reinado concluye con su primera menstruación. De ahí en adelante vuelve al mundo de los mortales como una más, sin ninguna concesión. Luego se elige a otra y así se mantiene este insólito reinado de niñas desde hace más de doscientos años.

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por Redacción OHLALÁ!

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