

Un viaje de trabajo a Brasilia me decidió. Necesitamos Brasil , pensé. Como una medicina debíamos prescribirnos esa temperatura que no reclama abrigo ni cuando oscurece, apenas tal vez cuando llueve. La cadencia de playas eternas y tibias, y la conversación sonriente y musical que, para variar, no gira siempre alrededor de la crítica al gobierno.
Mi capricho no exigía indefectiblemente mar, ni siquiera desechaba la idea de visitar ciudades. Es más, todavía mantenía el hechizo del paso fugaz por Brasilia, que poco se parece a Brasil o a cualquier otra cosa en el mundo.
Ya disfrutaba por anticipado la sorpresa de mis hijos más chicos al probar los sabores nuevos de frutas con nombres onomatopéyicos, o de las mayores, adolescentes, al registrar en los colores y talles otros códigos de indumentaria.
El anuncio de que nuestros planes de descanso tomaban rumbo al Norte fue recibido con entusiasmo en el auditorio de cinco menores y un adulto. Consultamos el precio del real, que ya lucía desfavorable para el peso y el dólar, pero hicimos tripas corazón (bolsillo, en realidad) y nos largamos a navegar por la Web en busca de un refugio para tantas expectativas.
Empezamos a cartearnos digitalmente con varias propuestas interesantes del extenso territorio cuando llegó el primer reclamo:
-Que sea playa.
Fue rápidamente aceptado. El humor no estaba para turismo de aventura o cultural...
Esta condición, más que un escollo, fue un impulso en la búsqueda, que venía un poco lenta. Así que comenzamos a descubrir nuevos nombres en el contorno costero cuando llegó el segundo pedido:
-Por favor, que haya gente.
El término no se refería a seres humanos en general, que son bastante fáciles de localizar, sino a gente conocida ; más específicamente, gente-conocida-de-entre-15-y-18-años . Así que nuestro recorrido magallánico por la geografía encalló en Florianópolis y alrededores.
¿Superpoblado de teenagers ? Insoportable. Descartamos varios lugares.
¿Alejado del epicentro, en el norte de la isla? Sólo modificaríamos nuestra rutina de traslados de larga distancia en la madrugada porteña a una versión más tropical. Así que muchas otras localidades cayeron de la lista de posibilidades.
Nos acercábamos a un objetivo cuando sobrevino la tercera demanda:
-Olas.
Pusimos la lupa sobre dos balnearios y empezamos a recorrer alojamientos por Internet. Los tiempos de selección comenzaron acelerarse. Volvimos a verificar la cotización del real, que para nosotros empeoraba día a día, pero decidimos continuar.
La diferencia de precios entre hoteles y el alquiler de casas o departamentos dejó afuera la primera opción. Por los chiquitos, es mejor estar cercar de la playa . Esa observación hizo caer todo lo que quedara a más de 350 metros de la orilla. Odio los complejos que tienen un polideportivo incluido, fue el comentario que fulminó a la mayoría de los condominios. Balcones o escaleras peligrosos y piletas sin cerca de seguridad excluyeron varias propiedades.
Cuando estábamos con un listado de sólo tres candidatas se sumaron dos miembros más al comité viajero. Los cupos de huéspedes, aun en residencias particulares, están limitados por los dueños, así que pasamos a otra franja de grupo de 7 a grupo de 9 que, descubrimos, ofrece notablemente menos alternativas de elección. Las opciones aparecían de a una y demandaban respuesta inmediata porque surgía otro oferente de inmediato.
Como suele suceder, en el tránsito de la inspiración a la realidad el presupuesto había pasado a ser un asunto serio. Ya se parecía poco al sueño de una idílica escapada de la rutina hacia el nirvana de los sentidos. Así que volvimos a verificar el tipo de cambio y le dijimos adiós a Brasil.
Por Encarnación Ezcurra
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