
La búsqueda del souvenir perfecto
6 de septiembre de 2009

Si hay algo que suele convertirse en una misión ardua en los viajes, que demanda largas caminatas e insume mucho tiempo es la compra de souvenirs para familiares y amigos.
Es realmente difícil encontrar algo original, interesante, sin caer en los clásicos llaveros, dedales de cerámica con el dibujo del lugar, cucharitas, camisetas, gorritas, lapiceras y demás, que se compran en esas tiendas que venden de todo, desde una taza hasta un repasador con la estampa del país o la ciudad (y el correspondiente made in China en el reverso). De la costa, un apartado aparte: caracoles de todos los tamaños y lobos de mar que marcan el pronóstico del tiempo.
Las cosas empeoran con el dólar por las nubes y el euro casi llegando a la Luna. Sería muy sencillo si buscáramos una perla negra en la Polinesia, un diamante en Africa, una esmeralda en Colombia o una pulsera de oro damasquinado en Toledo, por poner buenos (y caros) ejemplos.
La ropa es complicada no sólo por el talle. Uno se tienta, por ejemplo, con esas túnicas divinas de los países árabes, los quimonos de Japón o los tejidos del Altiplano, pero después la pobre tía que recibe el regalo no sabe muy bien qué uso darle… en Buenos Aires. Tal vez hubiera preferido un perfume del Free Shop.
Los encargos también suelen traer dolores de cabeza.
"¿No me traés un casco vikingo?", me pidió mi hermano cuando fui a Noruega. Pero resulta que los vikingos jamás usaron ese típico casco con cuernos, que fue producto de la imaginación de escritores e ilustradores muchos años después. Volví con las manos vacías, sobre todo, por lo caro que es el país escandinavo.
Otras veces tuve que recorrer cielo y tierra, como cuando mamá me pidió un elefantito de marfil de Sudáfrica. El día antes de volver lo conseguí, aunque sinceramente hubiera preferido no haber contribuido a la matanza de elefantes.
Ni qué hablar cuando alguien nos da dinero para una compra, asegurándonos que allá cuesta dos pesos. Pero en realidad no cuesta dos ni cuatro ni seis...
Están los que coleccionan piedras de mares y montañas remotas, los que apilan cajitas de fósforos de diferentes latitudes o los que acumulan lápices. Aunque excéntricos, son muy económicos y fáciles de encontrar.
Otros, fanáticos del deporte, salen en busca de la camiseta del goleador de turno o de la selección del país que se visita, aunque el agasajado no sepa ni que la pelota es redonda.
Además del costo, también entra en juego el tamaño. Y a veces no se miden las consecuencias: el equipaje se multiplica y hasta hay que pagar exceso. "¿Para qué habré comprado esas tallas de madera?", me pregunté cuando tuve que cargar la valija... Era demasiado tarde.
Los instrumentos musicales y los juguetes deben estar entre los más complicados por las medidas. Más de una vez vi a ejecutivos de impecable traje y corbata cargando un Mickey o una muñeca gigante para sus hijos por los aeropuertos, porque obviamente no encontraron la forma de meterlos en la valija. Ni qué hablar de un ukelele o un tambor, que fácilmente se pueden romper. ¿Y los sombreros de mariachis? Gigantes, difíciles de transportar.
Si vuelve del exterior en avión no se tiente, por ejemplo, con un jamón ibérico o un queso francés, aunque estén envasados al vacío. En Ezeiza no permiten ingresar alimentos y esos manjares van directo al tacho. (Da un poco de vergüenza comérselos ahí mismo... ¿Alguien tiene un pancito?)
En mi caso, mi colección es de imanes. Tengo desde una muñequita bahiana con su ropa típica hasta Nefertiti, que me saludan desde la puerta de la heladera. Baratos, chicos y fáciles de conseguir.
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