

Acercarse a ver La Gioconda era una misión casi imposible hasta el 4 de abril último. Todo el que llegaba, por primera o enésima vez al Louvre, quería ver a la gran vedette. Los caminos nos llevaban automáticamente a ella a través de las salas con sólo seguir la marea humana. Y en el inmenso museo, el mayor del mundo, había indicaciones con su reproducción y flechas de orientación.
El resultado era que al desembocar en su sala nos encontrábamos con una congestión tipo embotellamiento de tránsito, con cordones para caminar respetando la derecha mientras había que salir por la izquierda. Todas las atracciones pasaban a segundo plano mientras la gente se apretaba, igual que en un desfile, luchando por llegar al frente. Los padres llevaban a sus hijos en andas para que la vieran a varios metros mientras los que venían detrás hacían fuerza para expulsar a los que habían llegado antes.
Comparable en popularidad con la Torre Eiffel, de seis millones de visitas anuales al museo más del 80 por ciento quería ver esta obra de Leonardo da Vinci. Basta dividir esa cifra por la cantidad de días para comprender en números la aglomeración crónica.
Algunos madrugaban para ser de la primera hora cuando se abrieran las puertas, a las 9. El problema era que muchos pensaban lo mismo al entrar por la pirámide de Pei para ponerse en fila. Era un poco más rápido acceder por el Carrousel del Louvre, pero después se producía la fusión de los visitantes tempraneros.
Una sugerencia, que puede ser buena en cualquier momento, es ir los miércoles y viernes, cuando el museo, en lugar de cerrar como los restantes días, se mantiene abierto hasta las 21.45. Y el precio de la entrada, después de las 18, es un poco menor. Es lo que hago siempre y gracias a eso pude acercarme no sólo a La Gioconda sino también a la Venus de Milo y La Victoria de Samocracia, que constituyen el gran triángulo de la fama.
Todo cambia
Ahora todo esto mejoró gracias a una decisión inteligente de las autoridades y casi 4 millones de euros que puso la televisión japonesa para la instalación de esa pintura en su nueva ubicación. Son los mismos que restauraron la Capilla Sixtina y los que se harán cargo de mejorar el entorno de la Venus de Milo el año próximo. El cuadro está en lo que fue el Salón de los Estados, un ambiente creado por Napoleón III (sobrino de Bonaparte). Los trabajos duraron 4 años y fueron encargados, por concurso, a Lorenzo Piqueras, un arquitecto nacido en Lima, Perú, hace 48 años, y que luego de estudiar en Italia y España es profesor en París. La Mona Lisa está prácticamente aislada del resto y enfrentada a Las bodas de Caná, de Veronese.
En su torno, porque la sala supera los 800 metros cuadrados, se expone medio centenar de pintores de la escuela veneciana del siglo XVI, entre ellos Tiziano y Tintoretto.
Al entrar los visitantes, La Gioconda es netamente visible, con cartel francés, como se acostumbran en las marquesinas de los teatros de revista. El cuadro está iluminado naturalmente, desde cristaleras en el techo que se van complementando artificialmente cuando se reduce la luz del día. No se ve ninguna lámpara o foco en estas fuentes cenitales. El único, y muy discreto en su escondite, es el ubicado en una pequeña repisa situada frente al vidrio de 25 milímetros que protege la obra. Además, el mismo arquitecto quitó importancia a los marcos para que las telas dominaran toda la atención.
Y no hay una sola sombra, para que nada altere el misterio de su sonrisa.
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