Por Encarnación Ezcurra
Creería que no se trata de una sensación inmediata, que pueda ser experimentada en un solo día o en un fin de semana, aun largo o alargado. Que la belleza pampeana requiere un sosiego que no llega a instalarse en un programa bien adobado con cabalgatas, destrezas gauchescas, fogones y grandes comilonas. Pero que, aun así, lo sobrevuela, como el eco de una historia que le precedió y que está de- sapareciendo. Sí, que se extingue como los dinosaurios.
Las razones son variadas y bastante obvias, pero el hecho es que año tras año, generación tras generación, se esfuman sin dejar rastro esas temporadas interminables en casonas viejas y caprichosas en medio de la nada verde. Antes de que las estancias fueran hoteles, centros de convenciones o ruinas eran (hay muchas saludables todavía) punto de encuentro de familias y ritos en veranos eternos e inviernos escarchados y estrellados.
Un show siempre distinto
Había (hay) mucho de costumbre inapelable en ese descanso tan trabajoso. Que calor insuficiente o excesivo, que insectos lapidarios, que ausencia de diversión rápida, siempre algo que deja de funcionar. Tal vez por eso, la naturaleza recibía (recibe) a los citadinos sin rencor y a destajo les ofrecía (y sigue ofreciendo, qué maravilla) una sucesión de amaneceres y atardeceres, como la cadena infinita de un espectáculo siempre distinto.
Es posible que así sean siempre los primeros años de vida, donde fuere; pero qué nostalgia, la infancia en el campo, donde desplegaba a sus anchas juegos, obligaciones y hastío. Sin el imán del mar o la provocación de la montaña, su llana serenidad era una hoja en blanco esperando el trazo límpido de la imaginación, que transformaba a gusto el paisaje. Dócil, dejaba ser. Indolente, enseñaba.
Claro que no lo sabíamos entonces, sino ahora, cuando se nos da por palpar con los ojos el horizonte sin mácula, oteando un futuro perfecto que pasó. Es que no somos los mismos. Basta vernos como sólo percibimos el espacio al recorrerlo, como si ya no creyéramos. Llamamos a las cosas por su nombre y nuestros sentidos no son inocentes: ora toman nota del zumbido del verano, que alborota cantos y aromas, ora auscultan la superficie muda del invierno, que se estremece con el grito del chajá.
"¿Escucharon, chicos?", les pregunto a mis hijos cuando el canto del pájaro surca la tarde gris.
Dos mundos
Caminé y recordé mientras mis dos hijos menores, de 8 y 6, rondaban cerca. Armados con ramas, habían estado golpeando los cardos más altos, en una dura batalla que abandonaron frente a la abrumadora mayoría del enemigo. El invierno, como a las tropas de Napoleón, terminará su trabajo.
También juntaron restos de osamenta, una pieza metálica indescifrable y media vuelta de alambre, tesoros con los que decorarán el restaurante que instalaron bajo una magnolia.
Un perro los sigue visiblemente agradecido por la compañía infantil, porque responde a cualquier nombre con que lo llamen y se deja mimar mientras pergeñan cómo hacerle una cucha antes de que anochezca. No saben hacer una cucha y preguntan. Y preguntan por los cardos, por la osamenta y por esto (un guardaganado), aquello (una bomba de agua) y eso de más allá (un comedero para hacienda). Preguntan, pero no alcanzan a escuchar las respuestas porque ya un nuevo juego los alejó corriendo.
"¡Eh, esperen! ¿Escucharon hace un rato al chajá?", les grito. No, no lo escucharon. Es que no estaban ahí conmigo, sino en ese otro lugar que yo también conocí cuando era chica y que tanto extraño.