Cuando se empieza a sentir la nostalgia de lo ya sucedido resulta un buen momento para refrescar el recuerdo y relatar la odisea por el Lanín.
Si todo relato comienza por el inicio es más que válido contar que la idea de llegar a la cima surgió a través de Corina, en uno de los tantos picos de calor con que Buenos Aires nos mima.
La amistad incipiente, pero lo suficientemente firme, como si fuese construyéndose con adobe, nos permitió soñar en un Año Nuevo en la Cordillera con la cumbre del Lanín a nuestros pies.
Y para evitar pecar de improvisadas resultó fundamental encontrar un grupo de entrenamiento que nos permitiera soñar firmemente con la escalada triunfal. Así llegamos al Palermo Adventure Team (PAT) para meses de corridas matutinas y diurnas.
¿Si les dijera que fue dolorosamente increíble les resultará verosímil?
Subiendo el Lanín uno descubre que el esfuerzo extremo puede ser placentero. Recordar que quise estar ahí fue clave para poder concluir la odisea con éxito. También pensar en que San Martín cruzó los Andes hace 200 años sin campera de esquí, guantes de primera piel o bolsa de dormir apta a -10° resultó ser una de mis motivaciones al andar.
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Ver la cima desde lejos provoca preguntarse, ¿mis piernas serán capaces de llevarme hasta allá arriba? La duda resulta tan existencial que uno recuerda cómo disfrutaba el sedentarismo de la reposera con helado. ¿En qué momento uno termina rindiéndose ante la otra cara del desafío?
El ascenso es como la evolución?, lento, dificultoso y pausado. Por momentos el tiempo vuela y por otros resulta estancado a mitad de camino, un tiempo que nunca concluye y que te obliga a exprimir las energías que se resisten en aparecer. Pero como la mente es el vehículo del cuerpo, y la adrenalina de la aventura se siente a flor de piel, uno continúa levantándose, moviéndose, esforzándose en pos de conseguir el objetivo.
Es así como de repente, y luego de subir una y otra vez los cerros blancos que aparecen y reaparecen como los alerces que se multiplican en las montañas patagónicas, se llega. ¿Adónde? Bueno, a una cima, y la sensación al llegar es la de un presente bien ancho, esperando que no tenga nada con que chocar.
Por último les dejo de regalo la leyenda que recorre a tan bella montaña?
Pillán, el Dios del mal, vivía en la cumbre y como dueño de la montaña no deseaba que nadie accediera a ella. Por ello, cuando la tribu de Huanquimil llegó a la cima, persiguiendo huemules, desencadenó una tormenta y el volcán empezó a arrojar lava, humo, llamas ardientes y cenizas. La población, aterrorizada, consultó con el brujo de la tribu qué podían hacer para calmar la furia de Pillán y éste les informó que era necesario sacrificar a Huilefún, la hija menor del cacique; que Quechuán (el muchacho más joven y más valiente de la tribu) debía arrojarla al volcán.
Quechuán la abandona en un lugar cercano a la cima, donde cuando la princesa se queda sola se acerca un cóndor que la sujeta con sus garras y la arroja al cráter. Efectivamente, el sacrificio de Huilefún calma para siempre la ira de Pillán y desde entonces, el Lanín es un volcán apagado, pero con sus fuegos ocultos debajo de la cúpula blanca.
Por Luciana Risso
¡No se pierdan!
Transcurría 1929 y él, como tantos, con su mochila cargada con recuerdos, subió las escalerillas del vapor Baden, escapando del olor a pólvora que se avecinaba, con el deseo de llegar a América.
Konrad, mi padre, creció, estudió, trabajó y formó una familia aquí y deshilvanó recuerdos que el tiempo tiñó de sepia, les arrebató los rasgos y los convirtió en eso, sólo recuerdos.
Dejó allí, entre los verdes bosques y las altas montañas, el comienzo de su vida; dejó lo más importante: sus raíces.
Yo un día tomé esa mochila de mustios fragmentos y de nombres inciertos y desandé el camino que me llevaría a un encuentro: el de mis raíces. Llegué a Austria, que me dio su bienvenida con las notas de Mozart brotando en cada esquina, escapando veladas entre las tenues cortinas de muchas ventanas.
Y al pasear por sus calles me llenó el encanto de esa Austria increíble, bella y altiva, orgullosa de su pasado imperial.
Sobre el azul cielo, recortadas como filigrana, divisamos las agujas de otro orgullo vienés, St. Stephan, donde sobre las 230.000 tejas de colores, el sol se desgrana en mil colores que danzan con los acordes que, provenientes del monumental órgano, invaden la calle y acompañan a los transeúntes.
Así llegué hasta un portal en St. Andrä, con el corazón latiendo en mi garganta. Y al abrir la puerta de esa cálida casa encontré sonrisas en definidos rostros y brazos extendidos para fundirnos en ese abrazo por décadas contenido.
Las lágrimas prisioneras se liberaron cual lava ardiente y regaron las raíces de un árbol casi seco, que comenzó a reverdecer con la savia de las nuevas generaciones.
Y entre lágrimas me pareció ver a lo lejos, en el infinito, la sonrisa pícara de mi padre, que con su pulgar hacia arriba me decía: ¡Bravo, llegaste!
Por Liliana Ebner
Compañeros de ruta
Colombia
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