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La R 23, entre cenizas y una propuesta que tardó 20 años




 Por Keiko Ehara
Después de veinte años sin vernos me propuso casamiento el mismo día del reencuentro. Ante tal avasallamiento del presente, decidimos cumplir y recuperar algunos sueños, y después de armar equipaje nos dispusimos al viaje.
Comenzamos por la costa atlántica, y luego de trazar una pequeña hoja de ruta elegimos lo que los griegos llamaron panta rhei, dejar fluir. Por las rutas de mi infancia seguimos hacia el sur. Cuando así lo decidimos ya estábamos rumbo a Bahía Blanca. En el camino, ya cerca de mediodía empezamos a ver grandes camiones y motociclistas que pasaban al lado nuestro, y mucha gente a los costados de la ruta que nos saludaba y vivaba al pasar. Era el Dakar y nosotros nos estábamos enterando en el mismo momento. Acompañamos la caravana hasta Bahía Blanca y luego escogimos seguir hasta San Antonio Oeste, lugar del que recordaba unas playas absolutamente solitarias. En efecto, llegamos al atardecer, después de un largo y aburrido camino bajo el sol. Cuando llegamos, descompuestos de calor, nos refugiamos en un hotel de las afueras. Así vimos por TV la noticia que enlutaba la provincia recién cruzada: la muerte del gobernador. Al día siguiente, mi marido en la orilla se asombraba: "Pero es más grande el arroyo de mi casa..." Es que en San Antonio, la bajamar y la pleamar se producen cada seis horas dejando un sorprendente puerto seco. Pasamos unos días en un camping al que todavía no había arribado el dueño y, finalmente, decidimos ir a mi Bariloche natal, por la ruta 23. Sabíamos que 300 km estaban asfaltados, hasta Los Menucos, y del resto... que estaban trabajando en ello.
El camino de ripio empezaba directamente en Los Menucos. Tuvimos que esperar una hora para cargar nafta, considerándonos afortunados, ya que el camión anterior había demorado una semana. Como Gustavo no había manejado nunca en ripio comenzamos siguiendo los consejos de los habitantes del pueblo, pero al tiempo de andar, los buitres, la monotonía del paisaje y el hecho de que un ñandú nos había pasado a toda velocidad hizo que dejáramos la cautela a riesgo de quedarnos dormidos. A esta altura habíamos agotado la carga de gas. Una sequía de seis meses volvía todavía más árido el lugar. Un ñandú muerto al costado del camino con algunos buitres metiendo su cabeza pelada quedó rápidamente atrás. Con las ventanillas abiertas no dejaba de tomar fotos, cuando noté que estaba por quedarme sin batería en el celular. Esto no suponía todavía un gran problema: tenía la cámara de fotos y el GPS del celular no tenía señal, por lo que se había vuelto inútil. Llegando a ningún lugar tuve la incierta sensación de haberme distraído por un momento, de no ver algún cartel y que justo ahora que también estábamos quedándonos sin nafta..., ¿estaríamos perdidos? No quise preocupar a Gustavo con nimiedades en medio de aquel desierto e intenté con la última energía del celular alertar a alguien de que tal vez estábamos en la ruta 23. Imposible. Llegando a Jacobacci me percaté de que estábamos cubiertos de polvo. Eran las cenizas del Puyehue. Los cristales de silice nos habían dado un aspecto de ancianos. En el pueblo nos enteramos de que no había nafta. Con una sonrisa remonté mi infancia e interiormente recé. Llegamos a Bariloche con el último suspiro de nafta; el hombre que había visto por última vez a los 20 años me había vuelto a encontrar a los 40 y así, bañada de cenizas, podía adivinarse cómo sería a los 60. Por supuesto, ese sólo fue nuestro primer viaje

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