La Rioja vibra al compás de la chaya
Es el alma del Carnaval y símbolo de una tradición ancestral donde dominan los topamientos, la música, la algarabía popular y la lluvia de harina
24 de febrero de 2008
LA RIOJA.- Una camioneta se detiene en un semáforo. De la nada irrumpe un grupo de chicos con baldes de agua y bolsitas de harina, y en cuestión de segundos los cuatro pasajeros de la caja terminan embadurnados en una pasta de engrudo. "¡Viva la chaya!", festejan las supuestas víctimas. De insultos a los precoces atacantes, nada.
Así, con esa particular mezcla de alegría, resignación y frenesí contagioso se vive la tradicional fiesta riojana, que en estos últimos días de febrero comienza a languidecer. Claro que lo que precedió fue un mes a puro baile, vidalas, guerras atropelladas de harina y unas buenas regadas de vino para acompañar tanta juerga.
Aunque hace falta ir a los barrios populares de la capital y de otras ciudades de la provincia, con Chilecito a la cabeza, para respirar el espíritu auténtico de la chaya, una celebración de raíces diaguitas que más tarde incorporó elementos del Carnaval, y que hoy ya suma de todo un poco: témperas para pintarrajear la cara, espumas en aerosol, fernet y hasta cuarteto cordobés.
Asistir a los topamientos no tiene desperdicio. El ritual, que mezcla alegremente lo sagrado y lo profano, lo indígena y lo cristiano, se repite los fines de semana de febrero en las calles de cada barrio y convoca a todo el vecindario. La cosa funciona así: hombres por un lado, mujeres por otro, se avalanzan tres veces unos contra otros, siempre al son de las vidalas y al grito de ¡Chaya! En el tercer choque se funden todos en un baile, desparraman agua y harina a lo loco y no paran de saltar hasta bien entrada la noche.
Entre los personajes que se representan están el cuma y la cumpa (compadre y comadre), un policía y hasta un cura medio borracho. Infaltable también el pujllay, un muñeco grotesco y andrajoso que simboliza el alma parrandera de la fiesta (ver recuadro). La tradición marca que el pujllay debe quemarse o enterrarse al finalizar el Carnaval (del mismo modo que se desentierra para dar comienzo a los festejos), más exactamente el Domingo de Cenizas, aunque lo cierto es que cada barrio elige la fecha un poco a su antojo.
En los últimos años, ese muñeco de apariencia un tanto ridícula ha ido cobrando tal protagonismo que de a poco fue colándose en las casas de familia, a modo de arbolito de Navidad. Y hay que ver la competencia que se desata entre los barrios por ver quién tiene el mejor muñeco. El colmo sucedió el año pasado, cuando al parecer un barrio robó el pujllay a otro; hubo conmoción genuina y un amplio despliegue en los medios locales. Incluso se corrió la voz de que el barrio "chorro" pedía rescate: dos damajuanas de vino y 10 kilos de asado. Creer o reventar.
Pero volviendo a la chaya, hay dos consejos para tener en cuenta al asistir a los topamientos (que, dicho sea de paso, están abiertos a cualquiera con ánimo de festejar):
1) Llevar ropa más bien gastada: no hay forma de evitar el baño de harina. La chaya originalmente surgió como agradecimiento a la Pachamama por los frutos de la tierra, de ahí la presencia de harina, símbolo de la cosecha, que además logra igualar a todos bajo su manto blanco. Otro de los elementos infaltables es la albahaca, ya sea en coronas u hojitas colocadas detrás de la oreja, como sinónimo de alegría. Aunque, claro, la albahaca no enchastra.
2) En la chaya prima la generosidad y hay comida para todos: empanadas, locro, refregado, quesillo... pero también una buena dosis de alcohol, desde vino con Coca- Cola hasta aloja y añapa, bebidas provenientes del algarrobo y el chañar. Teniendo en cuenta que las temperaturas por esta época no son precisamente frescas, ni que estamos hablando de un Sauvignon del Valle del Ródano, conviene, sin ánimo de sonar a anuncio institucional, beber con moderación.
Y así como la chaya tiene su expresión popular en los barrios y pueblos de la provincia, también está la cara comercial de la fiesta, que este año se tradujo en cuatro esperadas noches de espectáculos, del 15 al 18 de febrero, en el estadio del centro de la capital. Esta suerte de Cosquín riojano congregó unas a 15.000 personas por noche, chicos y grandes por igual, de todos los rincones del país. Y ni Soledad, ni Abel Pintos, ni el Chaqueño Palavecino, entre una nutrida agenda de artistas, se salvaron de la lluvia de harina.
Leyenda indígena
Cuenta la leyenda diaguita que una bella niña indígena, dolida por su amor imposible hacia Pujllay, se adentró en las montañas y se convirtió en nube. Una nube que vuelve cada año en forma de rocío o chaya, que significa "agua de rocío", para alegrar la tierra sedienta de agua.
A Pujllay, por su parte, se lo ha representado siempre como a un antihéroe desde que su tribu le impidió concretar el amor con la bella Chaya, ya que su algarabía natural hizo que los ancianos lo consideraran frívolo e impetuoso. Desilusionado y derrotado, el joven indígena se entregó a las borracheras y la parranda, hasta que un día, con cierto sabor a tragedia griega, murió quemado en el fogón de un festejo. Esto se traduce en la quema del pujllay y el entierro de sus cenizas al terminar el Carnaval.
En tanto, se dice que la tradición de la albahaca se remonta al tiempo en que los hombres, galantemente, rociaban con agua ramitas de albahaca para arrojarlas al paso de las mujeres.