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Las amatistas más bellas del mundo

Stella Romano Yalour




Hace años descubrí en París un pequeño negocio que vendía piedras preciosas y semipreciosas. La dueña era una mineróloga que sabía mucho sobre el tema. Al tomar yo una piedra violeta, me dijo: "Es una amatista uruguaya, en Artigas están las amatistas más bellas del mundo". Dato que ratifiqué en la Place Vendôme, donde las mejores joyerías parisienses venden y exhiben en sus vidrieras alhajas con amatistas rodeadas por diamantes. El gerente de una de esas lujosas joyerías me dijo: "Oro en Sudáfrica, diamantes en Tanzania, esmeraldas en Colombia, brillantes en estepas siberianas, rubíes en Sri Lanka y amatistas en Artigas, Uruguay".
Durante un par de años me quedé con la curiosidad que me habían despertado la mineróloga y aquellos famosos joyeros parisienses. Ya de regreso a mi país, un día de otoño tomé un bus desde Buenos Aires hasta Colón, Entre Ríos. Al día siguiente crucé el río Uruguay hasta Paysandú (ROU). En la terminal tomé otro bus y llegué a Salto, donde se cultivan las naranjas más exquisitas de América del Sur. Al día siguiente otro transporte me llevaba a Artigas, a pasos de la frontera con Brasil.
Desde allí hablé con la secretaria de Turismo de Artigas solicitando un "safari de amatistas" que se publicitaba. A la mañana siguiente partimos hacia un campo yermo, sin vegetación alguna; sólo un árbol y algunos ñandúes. Grande fue mi sorpresa cuando al tropezar con un aparente y enorme cascote aparecieron en su interior amatistas de un violeta brillante e increíble. En el subsuelo de ese campo de miles de hectáreas, el basalto ofrece al alcance de la mano esa piedra, que después se convertirá en una joya. El yacimiento que visité es el Catalán, que contiene 12 millones de toneladas de amatistas, además de 180 millones de toneladas de ágatas. Su origen se debe al derrame de basalto de hace 125 millones de años, en forma de lava en estado líquido (período jurásico superior-cretáceo inferior).
La paradoja reside en que hasta hoy en Uruguay se la ha considerado una piedrita. Recién este verano las encontré convertidas en aros y anillos en dos joyerías tradicionales con sucursales en Punta del Este. La segunda paradoja: estas alhajas sólo son compradas por europeos que bajan por el día a la Península desde sus lujosos cruceros. Para ellos el precio que pagan en dólares es irrisorio, pues en Europa cuestan diez o cien veces más (sic).

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