
En 1986 hice con mi señora un viaje en el Neuquén II, un barco de carga en el que presenté una exposición itinerante de tres meses desde el estrecho de Magallanes hasta Canadá, por diferentes puertos del Pacífico. Salimos desde Buenos Aires, pegamos la vuelta en cabo de Hornos y arrancamos con la exposición. A cada puerto donde llegábamos venían los medios y los invitados especiales de las embajadas para conocer el barco. Y nosotros los convidábamos con empanadas.
Apenas entramos en Chile compré siete botellas de vino. Me tomé el vino, y como no tenía nada que hacer, decidí arrojar las botellas al mar. En cada botella puse un poema de mi mujer, Susana Alisotti, fina poeta, y yo hice un dibujo que también coloqué adentro, con un sobre con mi dirección de San Telmo, un dólar y una nota en castellano y en inglés que decía: Esta botella fue arrojada del Neuquén II, latitud tal, longitud tal, día tal, a tal hora. Al final la tapé con un corcho y le puse barniz para que no entrara el aire. Durante el trayecto tiramos las siete botellas en forma escalonada.
En América Central las noches eran negras y oscuras, y apenas se ocultaba el sol nos encerrábamos, porque aún hoy existen piratas que tiran el gancho y se suben a los barcos por asalto. Pero también los matan, les tiran y caen al agua. Como el capitán había simpatizado con mi obra, teníamos confianza y siempre me dejaba subir a su cabina. Así aprendí muchos detalles y cosas. Un día, en el estrecho de Magallanes, navegábamos por un lugar medio peligroso y de pronto me aturdió el ulular de una sirena ensordecedora: ¡Uuuu! Todos vinieron corriendo a la cabina a ver qué pasaba, y resultó que sin darme cuenta yo estaba apoyado con mi panza en el botón de la alarma. Un zafarrancho.
Los españoles siempre fueron buena gente, y en el barco había dos que cocinaban muy bien... y mucho. Hacían pan, comidas a la carta y unas empanadas de carne que pesaban medio kilo cada una. Te comías una y ya no querías más. Por eso sobraba un montón, y a mí me daba lástima. Y como no tenía nada que hacer, engordaba. Entonces, cuando llegábamos a los puertos, les decía a los obreros: ¿No quieren comer algo, una empanada? Y los tipos se las comían con unas ganas impresionantes.
Yo creo que todos tenemos nuestra visión de las cosas, y viajar en barco te la cambia. Por ejemplo, el color del mar. Todos los mares son distintos. Eso se lo hice ver yo al capitán. Le dije: "Mire el color del mar, capitán, mire el color del mar, y él me respondió: hace muchos años que viajo, y nunca me fijé en ese detalle".
En Perú hay aguas vivas enormes que crecen en forma exagerada, y son rosadas o celestes. De pronto el mar cambia por el reflejo de la luz, porque el suelo es arenoso, de roca o tiene algas. Hay azules profundos como los mares del Sur y otras infinitas tonalidades de azules ultramar que surgen a medida que se avanza.
Todo lo que es distinto da una experiencia, hay que vivirlo. Por supuesto, en la medida en que pasa el tiempo el hombre también acentúa sus defectos. El que era loco, es más loco; el bueno es más bueno, y así sucesivamente. Supongo que todos tenemos una cuota de alegría, una cuota de temor, otra de dolor. Pero creo que la vida es un espiral ascendente hacia Dios, y el futuro siempre es mejor. Por eso yo asimilo y guardo cada una de esas vivencias. Como en un juego de naipes, ganes o pierdas, estás igual. Todo es enriquecedor. Y yo saco lo mejor de cada cosa. Total, el viaje duró tres meses, y dos años después recibí una carta. En Filipinas, un pescador había recogido una botella arrojada en el Pacífico desde el Neuquén II, respondía a nuestro mensaje con un manuscrito en inglés y enviaba una foto de su familia. Qué cosa linda, lo lejos que había llegado.
El autor se define como el fileteador de Buenos Aires.
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