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 • HISTORICO

Las mil y una noches en Katmandú

Un relato sobre el lujo exótico, entre mandalas, bañeras francesas y babero




Ser periodista es la manera más divertida de ser pobre. Y mucho más si nos especializamos en viajar conociendo ciudades que soñamos desde chicos y disfrutando de una vida de champagne. Aunque tengamos sueldos de cerveza. Por eso, es razonable que el lector piense: ¡cómo lo envidio! Es un espejismo existencial grato, porque contagia ilusiones. Con la ventaja de convertirse cada día más en una posibilidad al alcance de todo el mundo porque no hay destino, por remoto que parezca, al que no podamos llegar en cómodas cuotas. La tarjeta de crédito se ha convertido en la alfombra mágica.
Imagínese en Katmandú, Nepal, cerca del sitio en el que nació Buda, sentados en el jardín, al atardecer, viendo el perfil de de los montes Himalayas. Mientras, el único sonido que nos acompaña es el rumor del agua que cae de los once grifos históricos que inauguró, hace poco, el príncipe Carlos.
En nuestro entorno, sólo 70 habitaciones y suites con todos los muebles, alfombras, textiles hechos a mano, igual que los jarrones y piezas de terracota. Con imágenes de Saraswati (Diosa de la Sabiduría) en las mesas, los símbolos de mandalas en los pisos y las pinturas budistas en las paredes.
Hasta los ladrillos a la vista de la construcción están elaborados uno por uno. Las ventanas antiguas, filigranas de madera tallada, son uno de los símbolos más bellos de la ciudad. El lugar es uno de los ocho designados como Patrimonio Cultural de Nepal, y uno de los dos premiados por mantener esa herencia. El otro es Baktapur, una ciudad medieval en las cercanías de Katmandú.

Cantidad y calidad

No es un museo -aunque la cantidad y calidad de sus obras de arte justificaría ese título-, sino el hotel más singular que conozco, puesto en marcha por Dwarika Das Shrestha (1925-1992). Estudioso y enamorado de la tradición de su país, de la necesidad de preservar a sus artesanos y dar trabajo a sus compatriotas, no consideró al extranjero como un bárbaro que viene a destruir, sino como un colaborador en el mantenimiento de riqueza nacional.
Las habitaciones son muy grandes, con el estándar más espacioso del mundo para un hotel 5 estrellas (de 40 a 60 metros cuadrados, un departamento de uno o dos ambientes) y todos los elementos de confort actual, desde aire acondicionado con ventiladores de techo.
No usan mármol, sino grandes piezas de piedra locales, pero la bañera, bien profunda, fue traída de Francia. Nos rodean esculturas, pero no hay televisor a menos que uno lo pida. Y, sensatamente, pocos lo piden. Lo vuelvo a disfrutar al contarlo, pero me falta la cereza del postre, que fue la noche en el Krishnarpan, su comedor principal. Tuve que sentarme en el suelo y usar una suerte de babero (el mismo que le vi en la foto al príncipe heredero de Gran Bretaña).
El menú, en papel también hecho a mano, tenía mi nombre, igual que el de cada comensal. Y desplegaba 16 platos, cada cual más rico: con vegetales y frutas orgánicas, sin agroquímicos (bio himal, igual que en Suiza el bio Alpine). Las lentejas, en varios tipos y con hierbas del Himalaya o brotes de bambú, eran tan inolvidables como el pollo con especias y un conjunto de platitos servidos en las ceremonias religiosas.
Nos atendían chicas con ropas típicas de polleras largas y chales rojos o pashminas, amarillas y verdes. Tintineaban sus collares y servían de un jarrón desde lo alto sin derramar una gota sobre la copa de cobre.
Cualquier parecido con las Mil y una noches es simple coincidencia. Hasta Scheherezada se hubiera sorprendido por el precio de ese banquete y el hotel: sólo 28 dólares por persona, y 155 la habitación. Como dice el refrán, lo que más vale, no tiene precio. Puede compartir mi visión en Internet: http://www.dwarikas.com
Por Horacio de Dios

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