
En junio hice un viaje con mi mujer y mi asistente para hacer las fotos del nuevo libro sobre la Patagonia. Fue un viaje de miles de kilómetros recorridos en auto en cinco días. Antes de parar en Los Antiguos, donde iba a pasar la noche, llegué a Perito Moreno, un pueblo que está en el camino, a 70 kilómetros aproximadamente, y es el punto de partida para llegar a la Cueva de las Manos. Llegué a eso de las 2 de la tarde y me propuse ir directamente a las cuevas. Pero me metí en un camino con carteles cambiados, tomé por un sendero de ripio equivocado y cuando cayó la noche, después de cuatro horas de marcha, me crucé con un auto que venía de frente, le hice señas y paró. Le pregunté al conductor si estaba cerca, y me dijo que no, que estaba lejísimo. "Por lo menos está a tres horas", advirtió el hombre.
Desde Perito Moreno, las cuevas estaban a unos 250 kilómetros, pero por camino de ripio, repleto de curvas y cornisas, sin un cartel para consultar, se demora mucho. En el camino sólo encontramos una estancia, pero estaba cerrada; es decir que no pude dormir ahí.
Hicimos unos 20 o 30 kilómetros más y después volvimos. Todos estos desaciertos, sin embargo, sirvieron muchísimo para no cometer los mismos errores al día siguiente.
Así que volvimos y al otro día salimos a las 7 de la mañana de Los Antiguos, pasamos por Perito Moreno y retomamos por el camino que ya tenía estudiado.
Tras las rejas
Como me advirtieron que las pinturas de las manos estaban protegidas por unas rejas, había pedido permiso en la Municipalidad para que me dejaran entrar en la zona vallada. Son unos aleros de roca sobre el río Pinturas, donde hace miles de años llegaron los primeros hombres a la Patagonia. Estos hombres avanzaban y ocupaban territorios en una época en la que los glaciares retrocedían y dejaban amplios y pastosos valles. En grupos pequeños, los hombres se movilizaban tras los últimos representantes de los grandes mamíferos del pleistoceno, como perezosos gigantes, caballos prehistóricos y mastodontes.
Estos primeros pobladores nos dejaron sus mensajes pintados o grabados en las rocas. Son pinturas rupestres de singular belleza y significados que todavía no llegamos a comprender. Yo había avisado que iba a ir para que me facilitaran hacer las fotos con macrofotografía, a la distancia que me pareciera más conveniente. Me dijeron que sí, que estaba todo organizado, que no había problema, pero cuando llegué a las cuevas fui a una casilla donde una persona muy amable, que estaba a cargo de la seguridad, me explicó que no habían recibido ningún aviso y que, además, estaban sin comunicación de radio desde hacía como una semana, que no le mandaban la carne para comer, y que se iba del lugar porque no lo soportaba más.
Empezamos a caminar por un camino de cornisa, pegado a esos aleros de roca, y de golpe me encontré con las pinturas de las manos del otro lado del vallado. Son centenares de manos estampadas en la pared, positivas y negativas, que diferentes generaciones de hombres prehistóricos -los primeros hombres de Neandertal- plasmaron allí durante la sucesión de esos miles de años. Es algo maravilloso, indescriptible.
También habían pintadas varias escenas de cacería, mapas o estrategias para cazar a sus presas y disponer los corrales para emboscar a los animales que iban a tomar agua al río. Yo estaba desesperado, ya que el cuidador nos acompañó hasta ahí, pero no nos permitía ingresar en el otro lado porque no había recibido la orden. Finalmente, después apareció un arqueólogo joven que me conocía, y ante mi promesa de ser muy cuidadoso con el lugar, declarado por la Unesco Patrimonio de la Humanidad, finalmente me permitió fotografiarlas.
El autor es fotógrafo. Actualmente prepara su último libro sobre la Patagonia, que se presentará en Buenos Aires a fin de mes.
Por Aldo Sessa
Para LA NACION
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