
Cristóbal Colón la acertó cuando descubrió las islas del Caribe. Su problema había sido, igual que ahora y que, seguramente, siempre, lograr financiación.
Como no estaba inventada la tarjeta, le empeñó las joyas a la reina Isabel por un paquete de sueños, porque el Caribe era y es una ilusión.
Destino de navegantes, piratas, millonarios, príncipes del rock, princesas melancólicas, top models y enamorados. Escenario romántico, con música de fusión, con la guitarra y el tambor africano, porque la cuestión es liberar las dopaminas del cuerpo (reggae, son, merengue o el eterno bolero). Bajo la luz de la luna, las estrellas o las velas cómplices se encienden los instintos básicos hasta de un perito mercantil.
La realidad y la fantasía se confunden, por lo menos hasta que llega la cuenta y se disipa el tostado caribeño, porque lo que nos tienta termina rápido, engorda o es pecado.
A las mujeres les encanta para su luna de miel todas las veces que puedan repetirla. Y los hombres siguen buscando, como don Ponce de León, la fuente de la juventud desde antes que se inventara el Viagra.
Extenso y variado
Este tesoro vegetal, rodeado de aguas transparentes y cálidas, es tan extenso como variado y al alcance de todos (tarjeta mediante). Incluye las costas de Venezuela y Colombia, América Central y México. Un mar con islas grandes y pequeñas, de 2500 kilómetros de Este a Oeste, y de 400 de Norte a Sur, casi dos millones de kilómetros cuadrados, poco menos que la superficie continental argentina.
Durante el día es un spa natural, con la humedad constante que rejuvenece al hidratar la piel, con frutas que desintoxican sin masoquismo y masajes al aire libre con aceites tomados de las plantas y los árboles de la zona. Y por la noche, cuando baja el calor y sopla el viento mimando las palmeras, hacen falta dos para bailar merengue. Gastronomía bien especiada y copas de ron mezclado con jugos. Por supuesto que igual se le sube a la cabeza, pero quién piensa en eso cuando nos sentimos tan nativos y pirados, como Grace Jones o algunos miembros de la tribu de Bob Marley mientras nos espía James Bond que, lo mismo que Sean Connery, cada día seduce mejor.
Al amanecer, en las playas que miran al Este, no tiene precio bañarse en las aguas tibias, mientras el sol sale como una Venus de Botticelli, pero mulata. O al atardecer, que vale repetir el rito, mientras se recuesta en el horizonte tecnicolor como un cospel que pide una llamada al paraíso.
Este panorama, que seguramente exagero, es común a la mayoría de las islas. Por supuesto, hay algunos destinos caros y otros carísimos, pero la mayoría está al alcance del público en general si se paga en cuotas y se viaja con un paquete.
Esta es una buena época. Es cuestión de buscar un precio razonable por medio de un operador responsable.
Se acabó el peligro de los huracanes (de agosto a noviembre) y todavía no comenzó la temporada alta, que coincide con el invierno del hemisferio norte (de enero a marzo), cuando los precios suben. El surtido es muy amplio porque hay islas para todos: parejas, familias con chicos y los solos y solas que quieran dejar de estarlo.
Cada isla es un mundo cultural tan diferente como sus colonizadores. Hay un caribe venezolano, otro colombiano, uno costarricense. También, mexicano y dominicano, sólo para citar algunos ejemplos de fuerte ascendencia europea. Española en Cuba, holandesa en Aruba, francesa en St. Barth y Guadalupe, entre otras; inglesa en Jamaica y St.Lucía y norteamericana en las islas Vírgenes.
Es un arco iris de razas, costumbres, músicas, comidas, bebidas, mercados y free shops. En el Caribe nada se pierde, todo se transforma en el lujo de vivir.
Compré en los mercados populares del Caribe la mejor colección de especias que hay en mi cocina, tequilas reposados y ron añejos; cajas de madera con cigarros hechos en Dominicana con tabaco cubano, café Blue Montain (el mejor del mundo para mi gusto), manteles de crochet, piezas de coral negro y pareos de batik; una jirafa altísima tallada en madera, cuadros y cerámicas, y cantidad de collares de texturas y coloridos increíbles.
En general es caro, tampoco tirado, porque lo que vale cuesta. Se puede regatear, jugando, sin abusar de la necesidad de la gente. Cada isla tiene artículos típicos expuestos sobre los puestos, y me divierte recorrerlos buscando, con paciencia, lo que me sorprenda.
A veces agobia la insistencia de algunos vendedores, pero se esfuman si el ¡no! es firme. Son psicólogos al paso, y el que es dudón-dudón no se los saca de encima. No se apure a comprar: mire, compare, piénselo mientras toma un ron, y luego decida. Como recuerdo basta una t-shirt , algunas muy lindas salen menos de 10 dólares.
A propósito de los free shops
Recuerde que en la mayoría de los infinitos duty free del Caribe sólo están libres de impuestos el alcohol, los perfumes y cigarrillos.
Igual que en un supermercado, donde un artículo en oferta está a la mitad y al lado otro al doble. No todos los negocios son iguales aunque parezcan una maravilla en la publicidad.
Prefiero los mercados callejeros, pero algunos free shops me interesaron. En Cayman compré una moneda antigua, rescatada de un naufragio, certificada, y cuya compra no era confiable en otros destinos. Las islas holandesas tienen buenos precios para diamantes y máquinas fotográficas. En las norteamericanas hay esmeraldas (caras) y tanzanitas, una gema que está de moda.
También hay ventajas en marcas de relojes, por cambio de modelos u ofertas de lanzamiento. Y siempre hay que estar atento a las promociones (tres botellas por el precio de dos, regalos, bonos de descuento, etcétera). A veces convienen.
Por Horacio de Dios
Para La Nación
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