
Llegar a las ruinas de Palenque fue el principal desafío que asumí en mi viaje a México, en junio último. Declarada Patrimonio Cultural de la Humanidad en 1987, Palenque sigue siendo una fuente esencial para desentrañar los misterios de la civilización maya clásica.
Llegué a la ciudad del mismo nombre temprano por la mañana, después de un cansador viaje en ómnibus desde Mérida. En la pequeña terminal me subí a una combi colectiva e inicié el camino de ascenso hasta las ruinas, circulando por un camino rodeado de vegetación selvática. Esta misma vegetación fue la que mantuvo oculta a Palenque desde que fue abandonada, en el año 900, hasta el 1746, cuando fue descubierta por cazadores mayas.
A pocos metros de la entrada, un claro en la selva pone al descubierto el famoso Templo de las Inscripciones, que albergaba los restos del rey Pakal II. En ese mismo predio, llamado La Gran Plaza, se alza el palacio, con funciones político-administrativas. Hacia el Este aparece el espacio ceremonial más importante de la ciudad, donde se asientan tres templos: el del Sol y los de la Cruz y de la Cruz Foliada. Retomando el camino hacia el Norte, y atravesando el Juego de Pelota, se llega hasta el Grupo Norte y el Templo del Conde, así llamado porque en 1833 vivió allí el conde de Waldeck durante dos años.
Después de varias horas de recorrer la ciudad, dejándome impactar por sus misterios y tratando de imaginar el estilo de vida en ella, acabé mi recorrido en el Museo de Sitio, donde obtuve la interpretación final de la historia de la ciudad.
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