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Las tarifas hacen precalentamiento

La llegada de la próxima temporada impone un paréntesis para analizar los precios de diversos productos y servicios esenciales para los turistas; no se registran mayores variantes respecto del verano anterior




Las comodidades para los viajes en transbordadores a Uruguay no sólo tienen que ver con las empresas Ferrylíneas y Buquebús -que parten de los dock de Puerto Madero-, sino con los trámites que hay que cumplir.
A las mejoras edilicias que lucen en los últimos tiempos las estaciones terminales de Buquebús en el puerto de Buenos Aires y Montevideo, se suma la moderna, flamante y vidriada estación de embarque en Piriápolis, ciudad balnearia que se incorporó últimamente a los destinos de línea.
A los efectos de la comodidad del viaje se señalan otras mejoras: 1) la inclusión en el pasaje del pago de derechos de embarque, que evita trámites, y 2) la compra telefónica (para Buquebús, 316-6500), aun para bodega, que se emite para los titulares de tarjetas de crédito para pagar en tres cuotas sin recargo y se retira en el puerto de partida una hora antes del embarque.

Hacia Colonia

Las tarifas para la temporada alta, ya vigentes, estipulan el pasaje para el viaje a Colonia más rápido de ida y vuelta (una hora o poco más por tramo) a 64 pesos en clase turista y 80 en primera, con todos los derechos e impuestos incluidos, tramo que actualmente cubre Buquebús solamente para pasajeros.
Si durante el verano se agregan bodegas, costará para coches medianos 138 pesos. Por ahora, los que pretendan transportar su automóvil, deben recurrir al viaje más lento (tres horas) en el buque Eladia Isabel, que resulta más económico. El pasaje turista de ida y vuelta cuesta 46 pesos, y 94 la bodega para un automóvil mediano.

Destino, Montevideo

Los viajes a Montevideo cuestan 105 pesos en clase turista, 135 en primera y la bodega para coche mediano se tarifa a 216,50, mientras que los viajes diarios a Piriápolis en la alta temporada -ahora va los viernes y regresa los domingos- costará 135 pesos en clase turista y 170 en primera. La bodega para coches medianos, también ida y vuelta, cuesta 295, un costo importante pero compensado: tras bajar la planchada, apenas se está a 39 kilómetros de Punta del Este.
Los transbordadores rápidos de Ferrylíneas, con único destino a Colonia (una hora de viaje), parten del embarcadero de Córdoba y Costanera Sur (informes por el 314-2300) con tres categorías de pasajes ida y vuelta e impuestos incluidos: 64 pesos en clase turista, 80 en primera y 90 en especial. La tarifa de bodega para automóviles está fijada en 160 pesos ida y vuelta.

Aterrizajes frecuentes

Para llegar al aeropuerto Capitán Curbelo de Laguna del Sauce, que abastece a los balnearios del este uruguayo, Aerolíneas Argentinas tendrá no menos de cinco vuelos diarios en la alta temporada y refuerzos de fin de semana.
Los pasajes de ida y vuelta cuestan 202,50 pesos con impuestos y tasa de embarque de Aeroparque. Al regreso, el aeropuerto esteño cobra una tasa de embarque, no incluida en el pasaje, que está tarifada en 14,50, aún más cara que la excesiva fijada para el nuevo y lejano aeropuerto de Ushuaia (13 pesos).
Pluna (326-8014) tiene tarifas similares, mientras que LAPA (819-5272) cobra 108 pesos el pasaje de ida y 102 el de vuelta. En todos los casos, hay que abonar la tasa de embarque señalada.

En taxi

El promedio de costo de viaje en taxi desde el aeropuerto de destino hasta la península de Punta del Este es de unos 25 dólares, mientras que la empresa COT tiene un servicio de ómnibus hasta la terminal de la Brava al costo de 4 dólares y sin cargo para los pasajeros de Pluna.

Proa a Colonia

COLONIA DEL SACRAMENTO, (Uruguay).- Disfrutar de unas minivacaciones a bordo de un velero es cosa de ricos, se trata de un lujo para titulares de cuentas bancarias bien alimentadas y de tarjetas de crédito generosas. Vaya grosería ésta la de empezar un relato de viajes con una falsedad o con un equívoco, pero así tuvo que ser, porque la verdadera intención de este artículo es demostrar lo contrario: que tomarse un descanso, darse el gusto de navegar como si de una novela de piratas se tratase y llegar a puerto entre botavaras, mayores y genoas cuesta poco dinero y es una de esas propuestas que pueden atraparlo a uno para siempre.
Habíamos zarpado el viernes bien temprano desde la marina de un club náutico de San Isidro, en Buenos Aires.
Carlos Cutini, patrón y timonel del Había Una Vez, tenía todo listo; la cabina acondicionada, el cockpit despejado, el tanque de gasoil del motor suplementario bien abastecido y la heladera con hielo suficiente para una travesía tranquila. Estaba sentado a proa esperando que llegasen sus pasajeros-tripulantes.

La llegada

Fue entonces cuando llegamos, ligeros de equipaje y la verdad que un tanto somnolientos. Integrábamos la lista de pasajeros-tripulantes Juan Ignacio Irigaray, corresponsal en Buenos Aires del diario español El Mundo; Cristina Lago, socióloga y periodista; Liliana Pérez, médica anestesióloga; Mariana Gilligan, médica también, pero especializada en clínica de familias, y quien esto escribe, un contador de historias propias y ajenas.
Liliana y Mariana son aficionadas a la náutica, y gracias a esa coincidencia fue como, hace ya varios años, se conocieron en un curso para timoneles en el puerto de Olivos.
Desde ese entonces las une una entrañable amistad. Juan Ignacio nunca antes se había subido a un barco y Cristina, su compañera, alguna vez lo había hecho, pero en circunstancias un tanto complicadas: le tocó cruzar el Río de la Plata en medio de una sudestada.
Carlos, patrón y timonel del Había Una Vez, es un tipo especial. Veterinario de profesión y marinero empedernido, un día vio entorpecida su brillante carrera profesional por esas cosas de la economía global fin de siglo y del desempleo.
Decidió convertir un pasatiempo en medio de vida: alquila su velero, con él mismo como capitán, para que navegantes sin barco, turistas y simples curiosos puedan hacerse a la mar. Carlos es un tipo sabio.
Pasemos entonces a contar qué sucedió y dejemos para el final la moraleja que dio origen al título.

A bordo

Ya todos a bordo, Carlos soltó amarras y enderezó la proa del Había Una Vez hacia la desembocadura del arroyo, de cara al Río de la Plata.
El barco se movía por acción de su motor complementario y fue el momento adecuado para disponer los bultos personales y las vituallas en sus respectivos lugares.
Los primeros fueron acomodados sobre las cuchetas de proa y los segundos en la alacena y en la heladera de cabina.
Nos instalamos en el cockpit -así se llama el espacio que se abre sobre la popa del barco-, mientras, allí parado y al timón, Carlos distribuyó tareas a las dos únicas personas que sabían de navegación: íbamos a desafiar el viento con una vela mayor y otra llamada genoa, y Liliana y Mariana pusieron manos a la obra.
Nuestro destino era Colonia del Sacramento, sobre la orilla oriental del río color dulce de leche; pero como el viento soplaba en contra, desde el Sur y desde el Sudeste, debimos navegar al borde , que en el lenguaje de los marineros significa algo así como ir en zigzag, hasta que las ráfagas cambian de dirección y el timonel puede enderezar su rumbo definitivo.
Fueron tiempos de goce y camaradería. De conversaciones en medio del silencio, sólo interrumpido por los rumores del agua, de sol intenso y de viento en la cara.
De equilibrios difíciles para abrir una lata de cerveza o para desenvolver el paquete de un bocadillo ligero. Fueron tiempos de entusiasmo con el mundo marinero y de planes para el ocio en la tierra que se aproximaba.
El primero en descubrir ese entusiasmo ajeno fue Carlos. Cuando estábamos aproximándonos a la rada del viejo puerto deportivo, con esa ciudad pequeña y única a la vista, el capitán decidió que había llegado la hora de probar si existían marineras y escondidas condiciones en algunos de los que hasta ese momento habíamos sido más pasajeros que tripulantes: "¡Que Juan Ignacio y el contador de historias recojan velas, que luego preparen el ancla y que dispongan los cabos !" Y así atracamos en Colonia. Luego compartimos dos días de paseos, playa y comidas a bordo o sentados a las mesas de alguna parrilla uruguaya.
Esta historia pretende finalizar con algunas informaciones y recomendaciones útiles para navegantes de ocasión, sin perjuicio del derecho que todos tenemos de sentirnos parte viva de cualquiera de aquellas aventuras surgidas de la pluma del italiano Emilio Salgari.
¿Se acuerdan de Sandokán y de La hija del corsario negro ... y de Los tigres de la Malasia ?

Los misterios del barquito azul

Sin embargo, no podemos dejar de mencionar una anécdota digna del mejor humor cinematográfico. Aquel viernes por la tarde, cuando llegamos al puerto de Colonia, muchos barcos estaban atracados en el muelle y fondeados en la rada. Uno de ellos, descansando sobre las aguas cerca del nuestro, era un esmirriado velero de pocos pies de eslora, de un azul despintado, cochambroso y con aspecto de abandonado.
Con la sincera convicción de que nadie descansaba a bordo de semejante engendro marinero, nuestro capitán fue acercándose a él, para compartir la boya de fondeo o algo parecido, sin darse cuenta de que una testa de cabellos despeinados y ojos adormecidos se asomaba por el tambucho (una especie de escotilla) del barquito azul.
El dueño de semejante aspecto puso cara de pocos amigos, así que Carlos decidió hacerse el distraído, pedir disculpas y pasar a otra cosa, mientras que el navegante de la cochambrosa embarcación se sumergía entre refunfuños dentro de su cabina.

Ceño fruncido

Al rato llegó otro velero al mando de un grupo de jóvenes inexpertos y de mala suerte.
De tanta mala suerte que durante una maniobra golpearon al pobre barquito azul.
El hombre de la testa desprolija volvió a aparecer sobre cubierta, pero esta vez aún más enojado.
Ese no fue su día de suerte, ya que la cómica situación se repitió en otras dos oportunidades, hasta que la víctima se dio por vencida. Pronunció unos cuantos vocablos irreproducibles y desapareció.
Horas más tarde lo encontramos paseando por una calleja de la ciudad vieja de Colonia, de la mano de su señora.
Ambos todavía era portadores del ceño más fruncido del que se tenga memoria por estas comarcas, De esos ceños fruncidos que sólo ofrecen aquellos seres humanos que ven interrumpida su siesta tardía, a bordo de un barco destartalado, en el puerto de Colonia.

Moraleja y datos útiles

Volvamos a los primeros párrafos de nuestra historia, cuando decíamos que disfrutar de unas minivacaciones a bordo de un velero no es cosa de ricos.
Alquilar el barco de Carlos Cutini -este capitán es, además, un excelente compañero de viaje- cuesta sólo 100 pesos por día, más el pago de los derechos portuarios del lugar donde se atraque, los que, por estos lares del Plata, casi nunca superan los 10 pesos diarios.
En un barco como el Había Una Vez pueden navegar y vivir en puerto -estar, dormir, cocinar y comer- cinco o seis pasajeros.
Al prorratear los gastos fijos de un fin de semana de tres días (300 pesos en el alquiler del barco, más 30 pesos en el puerto de Colonia), descubrirán que con muy poco dinero por persona un grupo de amigos puede acceder a una experiencia de miniturismo muy distinta de las habituales. Entonces, y con sólo disponer de un pequeño presupuesto adicional para comidas -si se cocina y se come a bordo no se gasta más que en casa- el que se anime descubrirá que no mentimos cuando afirmamos que para navegar no hay que ser rico, ni siquiera es indispensable ser dueño de un barco.
Para encontrar un velero de alquiler basta con recorrer los muelles y las marinas de los clubes náuticos del Gran Buenos Aires, como los de San Isidro, San Fernando y Tigre, por ejemplo.

Recomendaciones

El equipaje personal debe ser esencialmente liviano, pero no tienen que faltar los siguientes enseres: traje de baño, crema de protección solar en cantidad, anteojos para sol, gorra o sombrero, toallas, calzado con suela de goma (dos pares, para contar siempre con uno seco), medias o calcetines abrigados, campera impermeable y algún abrigo contundente.
Eso sí, y a no olvidarlo: hay que hacer los mayores esfuerzos para no interrumpir la siesta de ningún viejo lobo de mar, y menos si está al mando de un cochambroso barquito azul.
Víctor Ego Ducrot

Imágenes del descanso

PUNTA DEL ESTE.- No faltan quienes opinan que este balneario es ideal como vitrina, donde la gente viene para mirar y ser mirada. Una prueba de ello ocurre en las playas que en la temporada de verano están colmadas. Es famoso en el mundo como punto de encuentro del jet set y capital de una vida nocturna inolvidable. Pero ése es el aspecto frívolo de la ciudad, porque invita fundamentalmente al descanso al lado del mar. Con un aditamento: hay una peculiar luminosidad, un paisaje donde el azul siempre está presente. Cualquier rincón permite aislarse de la agitación turística y disfrutar de la tranquilidad.
Quienes conocen la península saben también que la moda, la fiestas de los empresarios, los restaurantes y los megaespectáculos, así como una intensa vida cultural, figuran en el inventario de las atracciones.
El deporte tiene también su lugar, si se desea imponer un paréntesis al ocio. Hay espacio, y de sobra, para los fans de surf, windsurf, jetski, pesca, vela, polo, tenis, golf y hasta para ver el gran espectáculo del rugby internacional que se repite todos los años. Los que aman la naturaleza encontrarán una magnífica abundancia de pájaros, flores y árboles, y además, la reserva de lobos marinos en la vecina isla de Lobos.
Al lado de Punta del Este, Piriápolis es el balneario antiguo por excelencia. Fue concebido en la belle époque y hoy muchas de las construcciones de aquel entonces se conservan inalterables, como, por ejemplo, el Argentino Hotel -construido en la rambla en 1930-. Sin embargo, no conviene entrar en detalles y lo más recomendable es una visita.

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por Redacción OHLALÁ!


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