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Letras de amor y el arrullo de las olas

En Maceió, las melodías románticas que acompañan la buena vida en la playa despiertan enamoramientos repentinos difíciles de olvidar




MACEIO.- Levantó la vista. El mar azul turquesa retenía su mirada adormecida por el sol del mediodía nordestino. Una playa inmensa, de arena fina y blanca se extendía en un silencio acompañado por el vaivén de las olas. En el aire otra vez esa música pegadiza y espesa, llena de ritmo y palabras de amor que repetían hasta el cansancio las radios locales.
La gente distraída dejaba mover sus cuerpos en una cadencia tan natural como la de las olas que morían en la costa.
"Lentes negros, malla diminuta, bronceador y buenas intenciones", todo lo necesario para unas vacaciones en la playa, pensó el hombre, con pretendida cara de despreocupado. No se equivocaba, sólo eso haría falta para no olvidarse nunca de Maceió, la capital de ese pequeñísimo Estado brasileño llamado Alagoas.
"¡Amigo!, otra caipirinha", pidió en un afectado portugués, mientras veía pasar infinidad de vendedores errantes que ofrecían hamacas tejidas, monos abrazados tallados sobre un coco o veleros en miniatura construidos con madera.
Apuró un trago y repitió la orden de sopa de ostras y pescado frito que había devorado. Todavía no podía sacar de su cabeza lo que le había dicho un amigo en el aeropuerto, antes de dejar Buenos Aires. "Lo mejor de Maceió no son las mujeres, sino sus playas". Por supuesto, no le creyó.
Alguien como él, que se jactaba de apreciar la belleza de las mujeres de cualquier punto del planeta, que sabía de memoria las bondades de las orientales, europeas, nórdicas o americanas, siempre encontraba el mejor ángulo para admirarlas.
Pero sentado como estaba en la playa de Jatiúca, detrás del Club Náutico, no salía de su asombro. "Estás sólo vos y la naturaleza", fueron las palabras textuales de su amigo que ahora rondaban en su cabeza.
Nunca imaginó placer semejante. Estiró sus piernas en la reposera y contempló ese pedazo de tierra rodeado por el sol y el agua salada que se extendía ante sus ojos.

Historia y arenas

Un buen recorrido por las playas de la zona puede comenzar rumbo al norte del centro de la ciudad. Luego de pasar por Jacarecica, Garça, Torta y Riacho Doce, aparece Pratagí, un sitio con el mar dividido por arrecifes de coral que sólo se dejan ver cuando baja la marea.
Hacia el Sur, la costa se vuelve menos visitada y resulta más tranquila. Praia do Francês, esa inmensa franja de arena blanca con olas de mar picado y frondosos palmares es apenas eclipsada por Marechal Deodoro, la ciudad colonial vecina maravillosamente conservada.
Ningún edificio de esta ciudad parece de este siglo. De hecho, en la Plaza Joao XXII se encuentran la iglesia de Nossa Senhora da Conceiçao, construida a mediados del siglo XVIII, y el convento de Sao Francisco, aún más antiguo, levantado en 1684.
En el convento está el Museo de Arte Sagrado, con piezas de excelente calidad y a las que se suman imágenes de Sao Benedito, el patrón negro de los esclavos que trabajaban en los ingenios de los alrededores de los dominios del mariscal Deodoro, primer presidente de Brasil tras haber derrocado al emperador Pedro II, en 1889.
Una de las tradiciones más difundidas de este pueblo colonial es la confección de finísimos encajes. Es habitual recorrer las calles de Deodoro y ver a las mujeres tejiendo las puntillas que luego son vendidas a un precio mayor en el mercado de artesanías de Maceió, apenas a 22 kilómetros de allí.

Canciones de amor y mar

"¡Amigo!, una caipirinha", pidió nuevamente el hombre. Esta vez lo hizo por la noche en uno de los tantos barcitos instalados en la rambla, casi sobre la arena.
La puerta del lugar estaba flanqueada por dos seres temibles tallados en madera. Sin duda, pasar cerca de estos carrancas -personajes mitológicos- sin contraer ningún maleficio resultaba una hazaña. Luego se enteraría de que estos seres con los ojos desorbitados y la boca abierta, con dientes enormes y filosos, viajaban antiguamente en la proa de los barcos con la finalidad de proteger la navegación contra los malos espíritus.
Lo cierto es que se estremeció al pasar entre ellos. Llegó hasta la barra, pidió su trago y se acomodó en una de las mesitas del lugar.
En un escenario improvisado, subida a una banqueta alta, con su guitarra entre los brazos, una mulata cantaba canciones de Toquinho, Milton Nascimento, Djavan, Caetano Veloso...
El pelo largo con interminables trencitas y la ropa blanca que apenas marcaba las formas de su cuerpo, la mujer lo encandiló. "Amar es un desierto y sus temores/ vida que va en el hueco de esos dolores/ no sabe volver/ me da su calor/ Ven a hacerme feliz porque yo te amo/ tu desaguas en mi y yo océano olvido que amar es casi un dolor...", cantaba repitiendo la letra de Djavan y anclando su mirada ausente, de conciencia atrapada por alguna melodía, en los ojos del hombre.
Rápidamente se convenció de que aquella mirada había recalado en él para quedarse. Interpretó los gestos de ella, sostuvo su mirada, sonrió y aplaudió con entusiasmo desmedido al témino de cada tema.
Se vio preso de esa magia que destilaba la mulata y le gustó.
Ya había desaparecido la distancia que lo separaba del escenario cuando decidió quedarse hasta el final.
Margarita Silvera

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por Redacción OHLALÁ!

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