

Era muy temprano y, al abandonar el hotel, el fresco viento otoñal me hizo tiritar. Me arrebujé y subí rápido a la combi en la que nos desplazábamos por Tunisie, esa tierra que huele a jazmines. Fue a medio camino entre Sousse y Sfax, cuando divisamos a lo lejos la silueta de uno de los anfiteatros más grandes del mundo, El Jem. Mide 148 metros de longitud, 123 de ancho y 36 de alto. Tenía una capacidad para 35.000 espectadores que acudían, desde distintas provincias del Africa romana, para asistir a los juegos que se hicieron famosos allá por principios del siglo III d.C., época en que se construyó este coloso, siendo procónsul el luego emperador Gordiano I.
La fachada, conservada en bastante buen estado, está formada por tres pisos, que en sus comienzos fueron cuatro, de arcadas corintias. Y comencé a deslizarme por el interior, alerta ante la amenaza de escorpiones que pululan por la zona y cuya picadura es mortal. Me causó asombro la preservación del sector de gradas, el podio, el ovalado sector arenoso donde se celebraban los juegos, las mazmorras, siniestros puntos de salida de los gladiadores o mártires cristianos, encerrados durante días junto con los leones, decididos a luchar o morir.
A fines del 1900, el anfiteatro fue restaurado por la Fundación Gulbenkian. Esa maravilla de piedra, clara demostración de la grandeza de la Roma imperial, puede visitarse desde la salida del sol hasta el crepúsculo. De este lugar de leyendas recogí la de la princesa Dihya, una heroína bereber a quien también llamaban La Kaena. Líder de los aurés, es recordada por haber unido a las tribus bereberes en su intento de frenar una embestida musulmana que, a mediados del siglo VII, en el año 70 de la hégira, intentaba convertir a dichas tribus al islam. Y la veo. Veo a La Kaena llamando a sus vasallos al son del tambor. La veo acorralada por los invasores, buscando refugio en el anfiteatro con una minoría que la siguió con fidelidad. Un túnel de 30 metros unía a El Jem con el Mar de Salatka, rico en peces. Asegurada la comida, se encontraba pertrechada como para soportar el acoso por mucho tiempo. Cuatro años resistió el asedio. Pero la aguerrida princesa no contó con un traidor: su propio amante, que no vaciló en apuñalarla y enviar su cabeza embalsamada, como prenda de paz, a los árabes musulmanes.
Yo prefiero otra versión de la leyenda: ¿Oís caballos al galope, relinchos y alaridos de combate? Son las huestes sanguinarias de Hasan Ibs Noman en el Ghassani que claman por su sangre. Sangre derramada valerosamente en el campo de batalla. Si viajan por Túnez, y se detienen a conocer el anfiteatro, pidan a cualquier tunecino que les indique el camino hacia el Pozo de La Kaena. Ese es el sitio donde se supone que fue degollada la bella berebere. El Jem fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, en 1979.
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