
Hace un tiempo debía viajar de Londres a Edimburgo. Siguiendo los consejos de amigos y conocidos, decidí hacer el tramo de poco más de 500 kilómetros en tren y no en avión. Si bien el ticket es un poco más caro que el de una aerolínea de bajo costo (unas 40 libras esterlinas contra 25), el trayecto de casi cinco horas vale la pena: no sólo se admira por la ventanilla la campiña inglesa y la escarpada costa este (el tren circula a poca distancia del mar), sino que permite acercarse a diferentes parámetros a la hora de viajar.
Unos pocos datos seguramente sirvan para ilustrar este punto: la salida estaba programada para las 13.36 desde la famosa estación King´s Cross. Por supuesto, a las 13.36 el tren se puso en movimiento; los vagones, incluso los de la clase económica (en la que yo viajaba), estaban impecables, limpios, prolijos, sin roturas, con el aire acondicionado a la temperatura justa... Y cada hora pasaba un carrito, como los que se usan para servir en los aviones, ofreciendo comidas frías y calientes, sopas, bebidas de todo tipo, golosinas, snacks y demás. Los consumos se podían abonar en libras, euros y hasta con tarjetas de crédito.
Cincuenta hinchas disfrazados de pollo
Además, en cada asiento (bien cómodos, por cierto) había un pequeño cartelito en cartón que advertía cuál estaba reservado. A medida que pasaron las estaciones y el tren comenzó a llenarse, nadie, absolutamente nadie, se sentó en ninguna butaca libre con el cartelito de reservado. Ante la correspondiente indicación, todo el mundo se dirigía a otro vagón en busca de espacio. Créase o no, todos hicieron eso, hasta un grupo de casi cincuenta ruidosos hinchas de un equipo de fútbol de segunda división (imposible descifrar cuál, ya que todos estaban disfrazados de pollo y con unas cuantas pintas de más encima) que siguieron de largo al ver que no había asientos disponibles.
Más allá de estas sutiles diferencias con respecto a nuestros trenes, fueron dos cosas las que me llamaron la atención particularmente. Una, como a los quince minutos de viaje y mientras el tren salía de la capital inglesa. En un momento se oyó el ring de un celular y su dueña, una veinteañera muy desacartonada, contestó distraídamente y se puso a hablar con quien parecía ser su novio. Enseguida, un señor de unos 50 años se acercó hasta su asiento y le pidió que terminara la comunicación de inmediato mientras le señalaba un cartelito que yo había visto, pero no había entendido. El cartelito decía coche silencioso y se refería no a que el vagón no hiciera ruido (como había pensado), sino a que ahí no se podía siquiera conversar si eso molestaba a alguno de los pasajeros. "Si quiere hablar tiene que ir a otro vagón", le dijo el hombre gentilmente a la señorita. Fin de la charla y de la llamada.
La segunda tiene que ver con estos tiempos de globalización, redes sociales y comunicación permanente. Por esas malas costumbres que uno tiene, me dirigía a Edimburgo sin haber reservado hotel, por lo cual pensaba llegar y salir a buscar alojamiento mientras tenía una primera vista de la ciudad. Sin embargo, la solución llegó antes. Cuando estábamos en medio de la verde campiña, otra pasajera sacó una laptop y la prendió. En ese momento, noté que estaba chateando y viendo videos on line. "Perdón, ¿hay Internet?", le pregunté asombrado. "Por supuesto", contestó escuetamente y mirándome de reojo. "Y.... ¿hay que pagar para usarla?", repregunté. "¿Pagar?", la pasajera hizo un silencio. "No, es gratis", respondió entonces y me miró como si yo viniera de otro planeta.
Debo admitir que, efectivamente, uno a veces no puede menos que sentir que vive en otro planeta. Quizá por eso fue imposible no recordar las declaraciones de un alto funcionario de una de las empresas concesionarias de los servicios ferroviarios argentinos, que después de uno de esos días en los que la gente había salido a romper todo tras la cancelación sin aviso del servicio, en un programa de televisión aseguró que nuestros trenes "estaban entre los mejores del mundo?"
Publicado por Diego Cúneo / 11 de octubre / 3.41 AM
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