
Los desiertos tienen una belleza singular y enigmática que reside en su aspecto único y extraño. Jorge Luis Borges era un enamorado del desierto, especialmente por esa magia única de escuchar en ellos voces lejanas que llegan con el viento.
Cada vez más viajeros organizan sus vacaciones en el desierto, para encontrarse con un paisaje primigenio y distinto de todo lo conocido.
Aunque parezcan vacíos , todos los desiertos tienen múltiples formas de vida adaptadas a condiciones de poca humedad y extrema variación de temperatura entre el día y la noche.
Lo que parece terreno yermo está cubierto por plantas xerófilas por hojas pequeñas y tallos carnosos, que reservan el agua en su interior, y que sólo florecen una vez al año, en un impresionante estallido de color.
Hay roedores y anfibios que se aletargan en los períodos de extremo calor y sequía, para revivir cuando llueve un poco, época en que se aparean. Muchos tienen reservas de grasa que su metabolismo convierte en agua, lo que les permite pasar semanas sin beber. También tienen mecanismos termorreguladores, hábitos nocturnos y suelen vivir bajo tierra, para protegerse del sol ardiente.
Del mismo modo, los grupos humanos que habitan el desierto -como los beduinos, los beriberi y los aborígenes australianos- se han adaptado a estas condiciones para ellos normales.
La razón de que existan desiertos es un poco la historia del huevo y la gallina. Son zonas donde la precipitación anual es inferior a 250 mm. Como nunca llueve, la tierra arde. Como arde, en cuanto llueve, el agua se evapora o erosiona el terreno, pero no se acumula.
Como falta humedad, los rayos del sol llegan sin filtro e inciden con fuerza, calentando la tierra de día. Sin agua que regule la temperatura, la temperatura de día llega a los 55 grados para bajar a menos de cero a la noche.
La rotación terrestre hace que las masas de aire del ecuador fluyan hacia el Norte y hacia el Sur, desplazando a masas de aire frío que al llegar al trópico absorben calor, secando la tierra a la altura de los trópicos.
Así se formaron, en el hemisferio norte, los desiertos de Gobi en China y Mongolia, los desiertos del sudoeste de América del Norte (Arizona y Sonora), el Sahara en el norte de Africa y los desiertos de Arabia e Irán en el Cercano Oriente. Lo mismo sucedió en el hemisferio sur con los desiertos de Kalahari en el sur de Africa, los de Australia y el desierto patagónico.
Las corrientes marinas también producen desiertos. Cuando las aguas frías que se desplazan desde los polos hacia el ecuador y tocan los continentes, el aire se enfría sin provocar lluvias, formando costas desérticas.
Por eso, la selva de Amazonia existe gracias al desierto de Sahara: el aire caliente se desplaza sobre el mar, cargándose de agua que se vierte en precipitaciones al norte de Brasil.
Otras áreas desérticas se forman porque los vientos ya descargaron su humedad. La falta de agua disminuye la vegetación, y el suelo desprotegido se erosiona continuamente.
La acción del viento despedazando montes y piedras durante siglos forma la arena que se cumula en dunas de hasta 200 metros de altura, como sucede en los desiertos de Africa e Irán. Donde los vientos son fuertes y la arena escasa, el paisaje es de planicie chata hasta el horizonte.
Actualmente, no se llama desierto solamente a los de arena. Se considera que hay cuatro clases de desiertos: los de roca, los de montaña, los de arena y los desiertos fríos, que son grandes espacios de hielo.
Los clásicos
Las más grandes zonas desérticas geográficas son el desierto de Sahara, que se extiende a una velocidad promedio de 20 km por año hacia el Sur, el gran desierto de Gobi, en Mongolia, el gran desierto de Australia y el gran desierto de Islandia, que representa el desierto frío.
Muchas agencias de viajes organizan campamentos en el desierto, una experiencia para compartir fogatas y relatos con tribus nómadas. El desierto rojo de Marruecos, con veladas animadas con tambores y antorchas, es una vivencia que no tiene nada que ver con el desierto rojo de Australia, tierra de leyendas narrada al son del didgeridoo, flauta hecha con una rama de eucalipto ahuecada por las termitas.
Nadie permanece impasible luego de ver las dunas coloradas de 160 metros de alto de Namibia, el desierto negro de arena volcánica de Iquique en Chile, que al volar de aquí para allá deja momias centenarias al descubierto, las caravanas de camellos en el desierto de Neguev, cerca de Eilat en Israel, o los campamentos de beriberis nómadas y los tuaregs de piel teñida de azul con el color de sus turbantes que los protegen del intenso sol del norte de Africa.
Los oasis no son un espejismo
Manchas verdes imborrables
Muchos desiertos cuentan con pequeñas fuentes naturales de agua en torno de las cuales se congrega la vida del desierto. Son los oasis, que se distinguen como un manchón verde en medio de kilómetros de roca o arena.
Y en torno de ellos están las poblaciones humanas, a veces tratando de cultivar la tierra con enorme esfuerzo.
Debajo del desierto a veces hay corrientes de agua que viajan desde las zonas montañosas buscando su camino hasta un río o el mar.
Cuando esta masa de agua se topa con un lecho rocoso que le impide continuar su viaje subterráneo, el agua aflora a la superficie formando los oasis.
Bien calientes
Su existencia está determinada por el origen del suelo: hay desiertos de origen basáltico y de origen geológico.
Los primeros son mucho más calientes porque la piedra absorbe el calor.
Las altas temperaturas, además, permiten que el agua se evapore, lo que hace imposible la existencia de oasis. Además, por la dureza de la roca es difícil encontrar fluidos subterráneos.
En Egipto hay oasis (wadis) con fuentes de agua fresca y agua termal, construidas en el tiempo de los faraones. En el Sinaí están los importantes oasis de Santa Catalina y de Nueba.
En el desierto no hay obstáculos para el sonido.
Y aunque no veamos nada a nuestro alrededor, podemos sentir los cantos lejanos de viajeros lejanos, que nos hechizan como cautivaron a Borges, estimulando la imaginación y haciéndonos partícipes de su magia tan particular.
Ana von Rebeur
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