Fue en pleno invierno cuando comenzó a anunciarse la primavera en Praga. Las calles nevadas y la oscuridad temprana eran el entorno de nuevos vientos bohemios. El 5 de enero de 1968, el reformista Alexander Dubcek reemplazaba como primer secretario del Partido Comunista a Antonin Novotny. Las ideas de Dubcek recalentaron el clima en las calles de la ciudad: libertad de prensa, supresión parcial pero importante de la censura, reformulación de gran parte del sistema político, respeto a los derechos humanos, cierta independencia económica a partir de la autogestión, todo ello sin permiso de Moscú. No era poco.
Primaveras las de entonces, cuando las multitudes no caminaban sacando fotos en los puentes, ni las casas de comida rápida se abarrotaban de turistas que hurgaban en los rincones hasta encontrar la pieza de colección que todo viajero quiere conseguir como recuerdo.
En la plaza de la ciudad vieja, al igual que en la plaza Wenceslao, los tanques irrumpieron hace treinta años para aplastar un movimiento reformista que se conocería luego universalmente como la Primavera de Praga. Casi al mismo tiempo, la imaginación aspiraba al poder en las paredes de París y en las calles ardían las barricadas.
En ambos lados de la Cortina de Hierro había un descontento intelectual con el orden de las cosas y en los dos casos se llegó a la conclusión de que ya no era tiempo de palabras. Al menos, no exclusivamente. En Praga, las autoridades quitaron más de una vez el busto de Franz Kafka ubicado en la plaza de la ciudad vieja. Justo enfrente está la casa donde nació el escritor que se angustiaba en checo y lo escribía en alemán. Ahora hay un minúsculo museo que ocupa la planta baja del edificio.
Pero así como se iba, el busto de Kafka volvía a su lugar: el gobierno socialista no estaba del todo seguro acerca de qué hacer con ese hombre y su obra. ¿Habría sido La metamorfosis una figura que intentaba comparar al socialismo checo con una cucaracha? Una pregunta como ésa parecía desvelar a los funcionarios que con el tiempo prohibieron La consagración de la primavera y a Milan Kundera, entre otras obras y autores.
El despertar creativo
Cansados de las preocupaciones blindadas de su gobierno, los estudiantes y los intelectuales de Praga salieron a la calle junto con los obreros, los empleados y los cocineros. Lo hicieron de a poco. Se paraban al pie de una estatua o en el costado de una plaza, o en las escalinatas de un edificio histórico y allí permanecían con banderas desplegadas hasta que la policía los hacía circular. Pero volvían a repetir la escena casi de inmediato, aquí y allá.
El despertar creativo comenzaba a inundar toda la Bohemia y eso fue intolerable para el gobierno de la ex Unión Soviética, que temía un previsible efecto dominó.
De hecho, el jefe de la KGB en aquellos días, Yuri Andropov, esbozó un reconocimiento de lo que había sucedido en Praga: "Teníamos dos alternativas: la intervención militar, que perjudicaría nuestra reputación, o permitir que Checoslovaquia siguiese su propio camino, con todas las consecuencias que eso implicara para Europa oriental", dijo durante una cena con sus colegas de naciones vecinas.
Las pedradas volaban ida y vuelta entre París y Praga. En ésta, la gente se replegó hacia Malá Strana y otros barrios de más difícil acceso para los blindados, pero llegaron los camiones, los soldados y los policías a pie, y el movimiento fue acallado en unos días.
Un viejo chiste de Mafalda la mostraba mirando a un policía y su machete. Ese objeto contundente fue bautizado por Mafalda como "el palito de abollar ideologías". No tiene fronteras el palito, y las ideologías, para él, son todas iguales. De eso los checos saben bastante.
Las veredas sin música
Nadie se paraba en mayo en la calle Celetná a escuchar música. Los policías corrían a los estudiantes bajo un sol que amenazaba ser tórrido y éstos se reagrupaban en las esquinas para volver a empezar.
Las obras de teatro callejeras aparecieron como espectáculo relámpago que comenzaba y concluía antes de que la policía pudiese desarmar el despliegue histriónico de los checos. El discurso político se extendía a todos los abordajes posibles de una sola palabra: libertad.
La Torre de la Pólvora olía a azufre. Los tanques llegaron el 20 de agosto de 1968 y se fueron de las calles años después. Unos 650.000 soldados de los ejércitos de los países del Pacto de Varsovia se desplegaron por el país, especialmente en la capital checa.
Cuando los blindados ingresaron en escena, los manifestantes intentaron una corta resistencia, pero el desnivel de fuerzas era demasiado grande. Finalmente, multitudes silenciosas caminaron por una ciudad en estado de sitio, mirando de reojo a los soldados silenciosos, muy jóvenes y desconfiados, muchos de ellos campesinos que no sabían exactamente qué estaban haciendo allí, amenazando con sus fusiles y ametralladoras a otros jóvenes citadinos que no los agredían físicamente, pero los bombardeaban con esas miradas que lo dicen todo. Un resentimiento calmo en las muchedumbres obligadas a partirse en millones de seres individuales que eran presa fácil a solas, pero peligrosos en el movimiento colectivo. Ese movimiento fue despedazado, vaya paradoja, en nombre del colectivismo.
Pero Praga no se apagó: siguió siendo una de las ciudades con mejor nivel de vida de la llamada Europa oriental, sus expresiones artísticas continuaron asombrando a propios y extraños, los hombres y las mujeres se vestían con más elegancia que sus pares de otros países socialistas. Y volvieron a sorprender a todos cuando la República Checa y Eslovaquia decidieron escindirse y hubo fiesta en ambos lados, además de un nombre aclamado por dos pueblos: Vaclav Havel.
Lo demás es historia actual. Praga cambió muy poco y sólo la marejada de turistas es capaz de hacer diferente su fisonomía. Carteles de publicidad, marcas internacionales, luces de colores, son las cosas distintas que se advierten a primera vista. La Praga de entonces, la de siempre, sigue impertérrita y sobrevive a los tiempos, a los hombres y a sus humores.
Leonardo Freidenberg
Koudelka, ese gitano
En 1968, a los 30 años, Joseph Koudelka era un anónimo fotógrafo checoslovaco que se ganaba la vida haciendo fotografías para una revista de teatro en Praga, mientras trabajaba en un proyecto personal que lo obsesionaba desde hacía por lo menos cinco años: retratar la vida de los gitanos en la Europa oriental.
Una tarde de primavera, mientras trabajaba en una exhibición de sus fotos en el lobby del teatro Krejca, su novia vino a contarle que la gente estaba invadiendo las calles. Salió y se encontró con los estudiantes en Wenceslas Square tratando de volcar un tanque ruso con las manos. Entonces comenzó a fotografiar. En la noche del 21 y 22 de agosto los tanques rusos habían entrado en Praga para aplastar la insolencia del gobierno de Alexander Dubceck que se había atrevido a preconizar un "comunismo con rostro humano" -lo que se llamó la Primavera de Praga- y para dejar en claro que la URSS no se reblandecía.
Cuando Koudelka regresó al teatro, las fotos que preparaba para la exhibición habían desaparecido. Paradójicamente, un juego completo de las fotos que tomó durante las revueltas del fin de la famosa Primavera de Praga también se perdieron y fueron a parar clandestinamente a las oficinas de la revista Life. Las fotos fueron publicadas sin identificar a su autor para evitar represalias a Joseph y su familia, y fueron ésas las imágenes que dieron al mundo la verdadera cara de la invasión de los soviéticos. Koudelka permaneció en Checoslovaquia hasta 1970, cuando huyó a Londres con su antiguo proyecto de fotografiar a los gitanos y con un puesto asegurado en la más prestigiosa agencia de fotografía del mundo en aquel entonces, la legendaria Magnum, fundada por Rob ert Capa.
Exiliado en Londres como un ciudadano sin patria, Koudelka se convirtió, sin darse cuenta, en uno más de esos gitanos a los que buscaba afanosamente por toda Europa oriental.
Daniel Merle